Puck

I Aniversario La Tintorería: la experiencia, fue más que una cata

Reedición texto publicado 17 de noviembre de 2010

Lo primero decir que una de las razones por las que adoro el vino es por su carácter esquivo y juguetón, porque un día te muestra una cara y al siguiente, otra diferente. Es veleta y cambia dependiendo de la compañía -o falta de ella- del vino que le haya precedido o el que lo acompañe.

Esta introducción viene al hilo de que dos de los vinos que probé el viernes pasado ya los había catado antes, en dos ambientes opuestos, y en compañía de personas y vinos también muy distintos. El resultado en ambos casos, previsible: me supieron diferentes.

Y ya sin más dilación, paso a poneros los dientes largos con lo bien que me lo pasé allí:
 
La tienda tiene forma rectangular. Los vinos que se exhiben para la compra están dispuestos en tres líneas paralelas a lo largo, dejando un pasillo a cada lado de la línea central. Están convenientemente tumbados en cajas, sí, en cajas, con los precios escritos en las botellas a mano, en tiza. Pequeños carteles de pizarra te informan del contenido.
 
Esta manera tan heterodoxa de presentar el producto no queda "pobre" como alguno pudiera pensar, sino que le da un aspecto original e informal, que te invita a bucear entre las botellas como si estuvieras en una de esas tiendas de libros o discos de segunda mano, donde te permiten cogerlos, mirarlos y volverlos a depositar hasta encuentras la joya que estabas buscando.
 
Al final de la línea central se encontraba el primer "puesto": Bodegas y Viñedos Ponce. Nacho me empujaba a que participara pero el bodeguero estaba ocupado con otro cliente y yo, aunque no os lo creáis, en un primer momento soy tímida, pero luego se me pasa. Nacho le pidió que me atendiera y así lo hizo, pudiendo comprobar que era casi tan tímido como yo. Su bodega, ubicada en la D.O. Manchuela, elabora únicamente vinos monovarietales de uva bobal -algo que yo desconocía que se hiciera fuera de la Comunidad Valenciana- y me dio tres a probar. Tuve la suerte de probar un vino que todavía no estaba acabado, nunca antes había tenido esa oportunidad. Había terminado la fermentación maloláctica y todavía le quedaba una más antes de formarse por completo. Me pareció muy interesante porque al contrario de lo que yo hubiera imaginado, el tacto no era áspero ni el sabor verde, la fruta era omnipresente y la suavidad sorprendente. Después pasamos al segundo, creo que se llamaba La Casilla, un vino pleno de sabor y carnoso, con mayor estructura que al que yo le concedía a la bobal -si es que los prejuicios...- para pasar por fin al deseado PF. Me contó la historia del nombre, elegido al estar elaborado con uvas provenientes de cepas denominadas pie franco porque no habían sido arrasadas por la plaga que las hizo desparecer del mapa español y francés. Un vino más serio, con mayor profundidad aromática, engalanado de elegante madera que no ocultaba sino que resaltaba la belleza de su fruta. Pregunté los precios de los tres y aunque ahora no los recuerdo con exactitud sí os diré que la RCP era muy buena.
 
Subí los tres o cuatro escalones que llevan a la parte trasera de la tienda y al fondo, de frente, dos puestos más: a la derecha Bodegas y Viñedos Mirabel de Extremadura, a la izquierda Bodegas Jiménez Landi de Méntrida (Toledo). Yo me había quedado unos pasos atrás. El representante de la izquierda estaba ocupado abriendobotellas y charlando con Flequi. Nada más verme, el representante de la derecha se esforzó en captar mi atención. Al darse cuenta el mentridano de que estaba allí, compitió con el rubio de tez del color del cangrejo para ofrecerme sus vinos, pero en pago a sus esfuerzos, me decidí a probar los vinos extremeños que me ofrecía el danés. Resultaba de verdad curioso ver a un chico rubísimo y con cara de haber nacido en tierras vikingas, hablar con tanta pasión de la dehesa extremeña. sé que no tiene edad para llamarle chico, pero su entusiasmo contagioso y su aspecto juvenil me impide describirle con otra palabra. Me dio a probar el Tribel primero. Lo definía enfáticamente como un vino para todas las ocasiones y no puedo por menos que darle la razón puesto que tanto en nariz como en boca tenía una entrada fácil, pero a poco que te pararas un momento y te concentraras en el olor y en el sabor, descubrías matices y complejidades raramente parejas a un vino con tan sólo siete meses en barrica. En esto me detendré un poco porque resultaba realmente entrañable oírle hablar de como se le había ocurrido una noche, estando ya acostado, añadir uva syrah sin pasar por barrica, al inicial coupage de tempranillo y cabernet sauvignon, que ya había pasado por siete meses de crianza en barricas de segundo uso, algo que también resaltó con orgullo, explicando que no le gustaba que sus vinos supieran a madera nueva pues en su opinión, este sabor se superponía al verdadero sabor del vino que maduraba en su interior.
 
Pasamos al Mirabel y me habló de que en ese vino había intentado verter todo el sabor y el carácter de su amada Extremadura. De gran potencia vestida de fruta, con explosión de aromas a cerezas en sazón, moras negras, especias y recuerdos a dátiles. En boca era goloso, carnoso, con gran personalidad y estilo.
 
Tras cuestionarle su amor por la dehesa extremeña al confesarme que no le gustaba el jamón ibérico, me pasé a la pequeña D.O. de Méntrida. Reconozco que tengo una relación sentimental complicada con la Bodega Jiménez Landi. Cuando yo andaba en pañales en esto del vino, alguien muy experimentado me recomendó el Sotorrondero, entonces disponible en la añada 2006, y fue un auténtico flechazo. Nunca antes un aroma me había perseguido por la estancia sin que el vino se hubiera movido del decantador y éste del aparador donde esperaba pacientemente que lo probara, nunca antes me había sentido tan envuelta por terciopelo en su expresión visual y táctil. Pero al cabo de año y medio, algo dentro de mí se rompió para siempre coincidiendo con la llegada de la añada 2007. No sé si fueron mis sentimientos o el cambio que siempre se produce de un año a otro, pero algo también se rompió en mi relación con el Sotorrondero y desde entonces no había vuelto a probarlo. Un año después, mientras el agradable bodeguero superaba su timidez y me hablaba del coupage syrah-garnacha de la nueva añada 2008, yo me acercaba con prevención, casi con miedo, a este nuevo Sotorrondero. Sé que mi cara se debió de iluminar cuando mi nariz permitió que su aroma me volviera a embrujar, porque el bodeguero sonrió. El sabor volvió a envolverme y supe que me había reencontrado con él.
 
Tras este emocionante suceso pasamos al Piélago, un vino que había probado recientemente en la Cata de Actualidad de Lavinia, mi cata de Cenicienta. Entonces había quedado ensombrecido por el carácter del Quinta Sardonia, la profundidad del Montecastro y la potencia del Viña Pedrosa. En esta ocasión pude apreciarlo mejor y me fascinó el delicado aroma que habían conseguido extraer de la garnacha, única uva empleada en su elaboración: es la primera vez que puedo decir que un vino tinto tiene aroma floral. En boca, si el Sotorrondero era terciopelo, el Piélago era seda sobre la que habían esparcido pétalos de flores.
 
Cuando giré sobre mis talones me encontré de frente a la izquierda, el puesto de Bodegas Bernabeleva, D.O. Vinos de Madrid. Decidí no probar el blanco que me ofrecía en primer lugar porque consideré que no sería justa en mi valoración tras haber catado siete tintos diferentes, por lo que me dispuse a atacar el Navaherreros 2007. Como en el caso del Piélago, es un vino que había probado muy recientemente, en la última reunión del grupo de cata que da nombre a este blog, Los Enogatos. Entonces, y a pesar de que en mi modesta opinión fue el segundo mejor de la cata, reconozco que me decepcionó, que yo esperaba otra cosa. Quizá ahí estuviera mi error y esta vez lo probé sin ninguna expectativa previa. Otro monovarietal de garnacha pero totalmente opuesto al Piélago, y esa marcada diferencia me gustó, me gustó su astringencia, sus fuertes taninos no domados del todo, su mineralidad que te trasladaba al subsuelo y al mismo tiempo te recordaba al grafito, a la pizarra de la sierra, haciéndote guiños con matices de regaliz.
 
Después me presentó al Bernabeleva, que se mostraba más cerrado en nariz pero sea agrandaba en boca, habiendo limado buena parte de la astringencia de su hermano pequeño.
 
Cuando bajando por los escalones ya me dirigía a la salida, me paró Flequi, a quien todavía nadie me había presentado, y y me dijo: -¿Has probado éstos, Mara?- Entonces ví que al final de la fila de la izquierda -según se entra- había un último mini puesto, por el que debía de haber pasado antes sin darme cuenta, de Bodegas Lobescasope, una bodega muy cercana a los socios de esta tienda, ubicada en los lindes de la Comunidad de Madrid con Toledo pero que salía al mercado como Vinos de la Tierra. Javier era el encargado de hablar de los tres vinos en exposición y Flequi no cejó hasta que consiguió que me hiciera caso. El primero de estas garnachas que probé era un Navalegua recién embotellado y pospongo mi comentario hasta una próxima oportunidad puesto que creo que debe domar su acidez y reposar más en botella.
 
Después me presentaron al Ziries 2008 y lo podría definir como un vino amable, de atractiva expresión frutal, con entrada suave, golosa, y buena estructura y concentración. Un vino muy agradable de beber.
 
Si habéis llegado hasta aquí significa que no he conseguido dormiros. Nunca se me hubiera ocurrido que una hora y pico pudiera dar tanto de sí.
 
Gracias por leerme.

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