Blog de Álvaro Moreno

Praia da Mata

La pasada semana me tropecé con uno de esos lugares pretérito, arcaico, añejo, pero en definitiva cargados de romanticismo para todo tragaldabas que se precie. Se trata de Praia da Mata, un pequeño chiringuito con solera, ubicado a los pies de la playa del mismo nombre, en la zona denominada como Costa da Caparica, a escasos 15 kilómetros de la encantadora ciudad de Lisboa.

Uno, que no es muy forofo del mundo playero, encontró en este lugar un autentico oasis en el que llegas a saborear grandes momentos de arena y sol. Fue una de esas sorpresas que se cruzan en tu camino, uno de esos lugares que encuentras por casualidad y terminan regalándote una grata experiencia culinaria con su correspondiente sobremesa.

Es un pequeño edificio encalado, rodeado de fina arena blanca, tiene un sencillo y discreto restaurante en el piso que da a la playa, con una cocina abierta al comensal alicatada con azulejos que recuerdan a los Alcántara (Cuéntame) y que está regentado y trabajado por tres mujeres y un hombre cuya media de edad rondará los 70 años. Es un establecimiento sin grandes pretensiones, en el que sus propietarios ni buscan la notoriedad gastronómica, ni el pelotazo veraniego, ya que a diferencia que en España, abren el restaurante para las comidas y no doblan el comedor, como no llegues a tiempo para coger una de las pocas mesas de las que dispone, entre las 13 y las 14 horas, ya puedes irte buscando otro lugar para contentar a tu barriga.

A pesar de la imagen un tanto rancia que muestra el establecimiento en su interior se apoya en la espectacularidad de su exterior, te sientas a comer en una pequeña mesa con sillas de propaganda de una conocida marca de refrescos, con manteles de papel y cubiertos cada uno de su padre y de su madre, fruto de las continuas renovaciones del menaje que habrán tenido en los últimos 40 años. Levantas la cabeza y te encuentras rodeado de arena fina, blanca, limpia, el mar azul (el océano Atlántico en este caso) de fondo, sin avalanchas de turistas playeros propios de esta época del año, con el susurro y el frescor de la brisa marina y el aroma que te hace salivar de la parrilla de pescados que está a pocos metros de nuestra ubicación.

El menú, escueto, reducido, sin continuidad, depende de lo que los posaderos hayan encontrado esa mañana en el mercado, porque como curiosidad, esta gente compra lo justo para el día, tratan de no dejar nada en la cámara, como llegues a última hora te vas a comer los restos, lo que no hayan demando el resto de mesas. Básicamente se compone de pescados a la parrilla, lenguados, lubinas (róbalo),doradas, rodaballo,… y de alguna carne, entrecot, lomo de cerdo, pollo, bistec,… Para mi sin duda alguna el plato estrella es la sardina, sobre todo en este periodo del año, momento de mayor esplendor de este pescado, es cuando mayor alimento tienen (plancton) y por tanto son más hermosas y grasas. Esta gente prepara la sardina como hacía tiempo que no la comía, sin ninguna complicación, sobre la parrilla, con su punto de cocción justo, sabrosa, fresquísima, los lomos se desprendían de la espina con una facilidad pasmosa. En este producto se halla algo que cada vez es más difícil encontrar, SABOR, ¡¡que potencia aromática!!.

Si a cinco estupendas sardinas las acompañas con unas humildes pero soberbias patatas cocidas aliñadas con el mejor aceite de oliva y una refrescante ensalada de lechuga, tomate, cebolla, pepino y pimiento escalibado, y lo riegas con un par de tercios de cerveza muy fría, lías una faena de pañolada.

El remate fue un soberbio postre casero mezcla entre un arroz con leche y una natillas, sabroso, cremoso, adictivo. Y por si fuera poco, una vez que pones los pies en el suelo tienes el privilegio de subirte a la siguiente atracción, sólo tienes que salvar unos pocos escalones para subir a la pequeña terraza que tiene en el piso superior, apoltronarte en una silla, pedir un copa de ron añejo (ni disponen de variedad, ni de un recipiente acorde, ni del suficiente hielo para mi gusto, pero bueno no se puede tener todo) abrir los ojos y darte cuenta que estás ante una de las vistas más relajantes, tranquilizadoras y sugerentes de cuantas has disfrutado a la orilla del mar. El tiempo se para, la mirada se pierde, los sueños vuelan y mi copa se va vaciando añorando el haber formado tándem con robusto dominicano (me refiero a un cigarro puro, no pensemos mal).

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