Contra el Integrismo gastronómico
Criticando al Crítico Gastronómico.
¿El crítico gastronómico nace o se hace? Esta es una cuestión muy interesante sobre la cual podemos abundar un poco, y a lo mejor, dar con las razones que llevan a un individuo a elegir esa sacrificada, más que profesión, opción de vida, y ser crítico gastronómico.
En la mayoría de los casos, al menos en España, suele ser varón, culto, obeso y casado. La esposa del crítico gastronómico, no cocina, y si lo hace generalmente perpetra desaguisados. Por eso un crítico gastronómico siempre come fuera de casa.
Hay personas que los suelen confundir con periodistas, craso error.
Un critico gastronómico puede tener dos actitudes ante un restaurante: ser benevolente con el local o taimado como Satanás. ¿De qué depende la opción que toma?
Pues del pié con que se levante, del número de gin-tonics o de la mosca que le haya picado. Y eso es una falta de respeto descomunal al trabajo de una empresa, generalmente familiar, que sencillamente ha podido tener un mal día.
Maldita la gracia que le puede hacer a un paisano en plena rotura de cuernos, haciendo más horas que el tío Peneque en la barra del bar, un artículo que tire por tierra su negocio.
Una crítica negativa no sirve de nada. Solo es útil a cuatro snobs que para colmo hacen de voceras al despiadado crítico. Porque si un restaurante es malo y caro, la gente no va y punto. El comensal acostumbra a ser inteligente y tener un criterio. El boca a boca es perfecto, es lo que funciona, el crítico sobra. Sobre todo el crítico estrella que se jacta de serlo.
Por contra hay un sub-género dentro de esta jauría omnívora, ya saben, la excepción que confirma la regla. Y es aquel que no dice nada. Entra, come, paga y sale con sigilo. Posteriormente hace una interepretación y decide si el restaurante en cuestión merece tener una categoría u otra. Ese es muy útil al conjunto de los amantes de la buena mesa. Pero solo ese.
Yo me niego a participar en el frenesí de un festín depredador de esas características. Mis padres se dejaron la vida cocinando y respeto mucho el sacrificio diario de la hostelería. Yo me quedé en un zafio voyeur del comercio y del bebercio, que con toda humildad se quita el sombrero ante los genios de la acerada, mordaz e indigesta sanción gastronómica. Porque les aseguro que no hay nada como una cabeza despejada de pelos y gorras para que fluyan libremente las ideas en esto del buen yantar.