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Crónicas barcelónicas (2): Del alcohol, la curvatura del tiempo y el problema del yo y el huevo

Caía una suave y fría lloviznita cuando llegamos Josie y yo a Cata 1:81, un local super “in” de tapeo gourmet y copeo de altura que me daba mucha curiosidad por la cantidad de comentarios positivos que había escuchado sobre él en el último año. Tan tremendos como son, mis amigos veremeros en Barcelona, encabezados por el siempre diligentísimo Víctor Cardona, habían reservado el salón privado del sitio para pegarnos el segundo jeebus de mi estadía en Barcelona.

Este evento era algo particularmente especial porque por primera vez iba yo a verle la cara a alguien a quien he causado un par de úlceras, alguno que otro principio de infarto y la infinita mala voluntad de algún vinatero “estrella” de la Rioja o del Priorato, todo por mis controversiales diatribas en esta esquina de la internet. El hombre había viajado para encontrarse conmigo, junto a su esposa Esther. Quizás no venía de tan lejos como yo, pero su viaje se agradecía. Estoy hablando de Juan Such, el hombre que originalmente me introdujera a Verema. Un tipo tremendo, a quien he hecho sufrir bastante—tanto como para recordarle a diario aquella frase de Salvador Pániker sobre la “chapuza” que es el mundo en que nos toca vivir. Ya era hora de que nos conociéramos en directo y a todo color…

En fin, que en Cata 1:81 estaban Juan y Esther, junto a otros personajes de la mitología verémica. Dos Víctores (uno de ellos muy estresado por mantener control sobre la organización de las festividades), un Oscar, un Enrique, una Bibi… Ya se imaginarán. Un grupo colorido para disfrutar de una mesa y sobremesa excepcionales.

La bebelata, en lo que la vivaracha concurrencia se asentaba en el salón privado/cava de Cata 1:81, comenzó con una copita de Gimmonet, Brut, Champagne 1996. Un viejo amigo, que bebemos a cada rato en la guarida cambloriana de Manhattan, esa noche se nos portó muy bien. Muy perfumado, con cítricos pronunciados, alguna nota de fruta roja y solamente un leve toque de pastelería. De marco engañosamente voluptuoso, tiene una estructura impecable, con acidez bien firme en un final largo con múltiples capas de mineralizad calcárea. Se deja beber deliciosamente ahora, pero es un vino que apenas comienza a vivir.

Muy pronto, la cocina comenzó a enviarnos cositas que ir picando… Un “bikini” de trufas (vamos, que me resulta simpatiquísimo lo de llamarle “bikini” a un sandwichito, no sé por qué) y vegetales en masa “tempura” con romesco—una mediterranización de los clásicos japoneses mucho mejor lograda que aquel pescado con miso de Comerç 24. También aparecieron unas interesantes sardinas ahumadas con pepas y fresas. De beber llegó otro ya viejo amigo, el R. López de Heredia, Viña Tondonia Rosado, Rioja 1993. Ya demasiadas veces he repetido que este Tondonia, junto a los sancerres rosados de ambos hermanos Cotat (Pascal y François) da razón suficiente como para tomarse ciertos rosados muy, muy en serio. Esto es un vino de guarda, con una estructura impecable y, tras un poco de aire, muchísimo sabor.

Y hablando de López de Heredia, es mejor decir ya mismo lo que cayó casi inmediatamente. Such y Cía, con la colaboración de María José y Mercedes López de Heredia, me tenían preparada una impresionante mini-vertical de Viña Bosconia Gran Reserva. ¿Añadas? Pues todas las más memorables… 1976, 1964, 1954 y 1947. Llamarle a tal detalle “tirar la casa por la ventana” es quedarse cortísimo.

El 76, hay que aclarar, nos salió chafadito. Una botella bajita de nivel, cuyo vino no tenía nada que ver con tantos gloriosos ejemplos de Bosconia en esta excelente cosecha que ya he probado antes. Normalmente, se trata de un Bosconia muy típico, con concentración, estructura y estirpe a raudales. Pero en Cata 1:81 no nos iba a enseñar eso.

Claro, este desengaño se olvida cuando uno prueba el 64, que al airearse muestra un bonito y juguetón elemento de frutas del bosque, junto a notas más seriotas, como carne cruda, tierra negra, pasas y tomillo. También hay algo leve de almendra. Muy apretado en boca, lo que no le impide dar a entrever bastante detalle. Un vino excepcional que necesita por lo menos quince años más de botella para dar lo mejor de sí. Ya saben los que cumplen cuarenta en el 2004, a guardar de esto para cuando se jubilen… Porque hay que tener con que celebrar las cosas apropiadamente.

El 54, debo establecerlo inequívocamente, es uno de mis Bosconias favoritos de toda la vida. Esta botella en particular estaba perfecta. Un vino femenino de carácter, delicadamente elegante y muy preciso, con justo lo suficiente coquetería como para calentarle a uno el alma, pero sin pasarse ni mínimamente. Huele a heno y a pétalo de rosa, a ciruela, arándano, frambuesa y jamón cocido. Muy preciso en sus caricias. Largo y grácil. Sexy de la manera en que Grace Nelly lo era. Fue el favorito de una gran mayoría de la mesa.

La píece de resistance de esta verticalilla debía de ser el poderosísimo 47, un vinazo que nos deja patidifusos aún a los que hemos sido amantes de la labor de López de Heredia durante décadas. ¡Tantísima concentración! Se trata de un fenómeno, particularmente cuando lo comparas con el 54, por ejemplo. Un vino compacto, macho, jovencísimo, térreo, seriote y algo rústico, cuya fortaleza sobrecoge un poco y te hace maravillarte y preguntarte: ¿Llegará esto a estar ‘en su punto’ algún día? Porque parecería que va a vivir y seguir evolucionando muy lentamente durante toda la eternidad. Se permite (es más, es altamente recomendable, en el plano sicológico) flipar ante este monumento…

En este punto debo aclarar que la velada comenzó a estropeárseme. Se presentó una crema de calabaza con un huevo pochado dentro que yo consumí ávidamente, ignorando ciertos episodios en mi pasado reciente que me hacían sospechar nuevas alergias en mi organismo. Por peculiar que parezca, soy alérgico al huevo en casi todas sus manifestaciones. Cuando ingiero uno, sea de gallina, de codorniz, de pato, de dinosaurio, de lo que sea, tiendo a desarrollar malestares gastrointestinales que no se los deseo ni a mi peor enemigo. Pues, imagínense el engorro. La bacanal escasamente comenzaba y yo, sintiéndome de mal en peor… Pero puse la mejor cara que pude y seguí. Había que comer y beber, porque estábamos en Barcelona y no es mi cuerpo quien para andar desairando a tan agradable compañía. “Ajo, querido, y mucho agua,” me dije.

No es que quiera ser gratuitamente gráfico. Los chistes de pedos no son mi medio preferido para el humor. Pero este intermedio musical tiene sus razones de peso detrás. Siendo como soy y sosteniendo que, ante todo, es la personalidad y el estado anímico del catador lo más importante en la cata aparte del vino, debo dejar claro que ni yo mismo me fiaría ni un pelo de los apuntes que tomé durante el resto de la velada, que transcribiré a seguir.

De los platos diré poco. Sin duda, en otro momento los hubiese disfrutado alguito. Pollo con helado de cebolla y soja, unas coquetas “hamburguesas” con “chips” de flor de loto, ternera glaceada con cebolla y queso de cabra y lo que parece no poder faltar en ningún restaurante barcelonés con pretensiones de creatividad y gourmetismo: Foie gras. En este caso, con mermelada de mandarina y chocolate. Y yo, por decir lo menos posible, descompuesto…

En fin, ¿y los vinos? Los chicos y chicas no perdieron la oportunidad de zumbarme algunas bombas de relojería de la enología ibérica posmodernista, que yo hice lo mejor que pude por probar, entre uno y otro viaje al retrete (porque mis circunstancias empeoraban segundo a segundo). ¿Un Cellers del Roure, “Maduresa,” 2001? Pues quizás haya estado riquísimo, quizás haya sido un desastre. Sospecho esto último, pero como mi libreta lo único que pone es “¿Qué $%^#$%* habré hecho yo para merecerme estoooooooooo?” y no sé si el comentario es sobre el vino o sobre los efectos del huevo pochado, pues, lo dejo a la interpretación de quien se atreva.

Un Clos Mogador, Priorat 1998 estaba rústico y tan fuerte de alcoholes y maderas como es de esperarse de un vino “Premium” en Priorato, pero yo, en un momento de delirio, me lo encontré bastante bebible. Vaya usted a saber… Quizás aspiraba a cauterizar mis entrañas.

Estaba yo temiendo que sobre mi puesto en la mesa hubiese buitres y tiñosas en paciente sobrevuelo y cayó un Alión, Ribera del Duero 1991. El primer Alión, ¿no? Pues muestra relativamente buen desarrollo, o lo que en esos momentos nefastos me pareció tal cosa, mientras descendía al abismo de la dolencia intestinal.

Tras eso, todo es nebuloso. De algo hablaba Juan Such a mi lado. Más vino caía, pero yo me preocupaba más por no caer yo mismo. Josie me miraba con no poca preocupación. Fue un milagro que durase hasta el final de la velada. Al regresar al Neri, ni siquiera miré a la cama. El dios de porcelana esperaba de mí una vigilia tortuosa de arrepentimiento y purga. Suerte tendría si me perdonaba la vida…

A la mañana siguiente, me sentía varios kilos más ligero y sumamente débil. Era imperativo encontrar pan y algún caldito reconstituyente con que bajar las dosis masivas de antieméticos, trancatripas, etc, que me permitían mantenerme precariamente en pie. Tenía que ser un caldito al que ningún “creativo” le hubiese añadido ni trufas, ni foie gras, ni nada de eso. ¿Sería posible encontrar algo tan sencillo? ¿Era Barcelona el sitio donde me tocaría sucumbir después de esta vida de excesos gastronómicos? Irónico, venir yo de vacaciones a verme en tal trance… Y la pobre Josie, que me insistía en que debía sacar fuerzas de flaqueza, porque decididamente no podíamos dejar para otro día darnos el “recorrido modernista.” A Gaudí y a su señora madre dediqué yo unos cuantos de los viajes al servicio que realicé durante el día.

De forma casi milagrosa, al caer la noche ya me sentía mucho mejor. Un día sin comer ni beber nada que no fuese agua mineral parecía haber tenido un efecto muy salutario y me sentía capaz de reunirme con Juan Such y Esther para cenar en uno de los destinos gastronómicos obligatorios de Barcelona, tan retirado del mundanal ruido como chic, Can Gaig.

No puedo quedarme sin decir algo sobre la gregariedad del taxista promedio en Barcelona. El viaje a Gaig era larguillo desde la Plaza de San Jaume y en el taxi se escuchaba una musiquilla con un cierto je ne sais quoi de gatos enredados en una pelea a muerte, o, peor, de ese atroz mamarracho teatral que tanto gusta a muchos americanos, Riverdance. Gaita, necia gaita… Sobre un anodino fondo musical con algo de Enigma, Presuntos Implicados , Amistades Peligrosas y otras losas odiosas del pop europeo. Como preámbulo a un cuestionamiento sobre la necesidad de semejante tortura auditiva, le pregunté al taxista que qué era ese ruido y si era él por casualidad irlandés para andarse con tanto gaiteo. Pues no, era asturiano, de la tierra donde parece haber sido inventado, a exclusión de cualquier otra posibilidad, ese peculiarmente doloroso instrumento “musical.” En fin, que los veintitantos minutos del Barri Gotic a Gaig los cubrimos escuchando todo tipo de historias sobre Asturias, que casualmente es de donde viene la familia de mi padre.

Claro, ya acostumbrados casi estábamos a recibir tabarras en taxi. Con el fallecimiento de Copito de Nieve, el gorila albino del zoológico de Barcelona, a quien en esos días se había administrado la eutanasia, a un par de proveedores de transporte aficionados a Kierkegaard oimos explicar las virtudes y vicios de la “muerte con dignidad.” Momentos muy a lo Eduardo Mendoza, esos…

Pero Gaig. Habíamos quedado para una cena tarde y nos decidimos por el menú degustación, a ver lo que podía hacer el gran chef de ese restaurante por nuestros paladares. Como vinos escogimos dos de la (interesantemente surtida) carta. El primero fue un Trimbach, Riesling “Cuvée Frédéric Emile,” Alsace 1997 que andaba bastante bien de precio y que, por la madurez que muchos productores alsacianos obtuvieron de su fruta en la añada, podía ser interesante para probar joven. Con los platos principales, pedimos un Roda II, Rioja 1999, dando oportunidad a que Juan me convenciese de que existía alguna virtud en los riojas “de ahora.”

El riesling salió tal como lo esperaba. Apretado, dejando ver solamente un poco de su opulencia frutal y con una estructura muy buena. Apenas comienzan a notarse aromillas de riesling en evolución entre las notas minerales (o sea, los que se cortan ante un poco de gasóleo en sus rieslings pueden entrar sin miedo). El Roda II fue una sorpresa agradable. Los excesos de madera de que yo culpase a esta bodega en el pasado parecen haberse quedado ahí, en el pasado. Mucha fruta de orden bastante internacionalista, pero el vino tiene estructura y se deja beber. Claro, no sé si le dedicaría algo de guarda, la verdad. Mejor beber ahora y no lamentar después.

El menú de Gaig fue, en general, interesante, aunque tuvo un par de momentos que nos dejaron perplejos y hasta un pelín disgustados. Comenzamos con una crema de tomate con acompañamiento de una especie de hummus. Luego, una ensalada de atún con germinados varios, un canelón con crema de toffee y un arroz negro con calamares y chipirones que estaba imperdonablemente salado. No exagero. Sal como para pelarte el cielo de la boca y dormirte la lengua… Un traspiés imperdonable en un restaurante de esta categoría.

A este ataque de salazón siguió un plato cuyo fallo era una total falta de dirección e interés: Lenguado con alcachofas y una crema de almendras tan lechosa que casi parecía una horchatilla sin dulce. Débil, débil, débil…

No podía faltar un trozo de foie—a la sartén, con salsa de maracuyá. No podía faltar… No me malinterpreten, me encanta el foie gras. Pero semejante fijación no puede ser sana, señores chefs de Barcelona. Aún si los hígados de las aves del área son muy sabrosos, valdría la pena que las pobres bestiolas se tomasen un descansito.

Nuestro último plato consistía en carrillejas de ternera, muy bien lograditas, ellas. Pero la memoria del arroz negro hacía ya desear algo de dulce… Los postres, aunque competentemente realizados, tampoco me mostraron nada nuevo y fascinante. Pero por lo menos me quitaron la salazón del cerebro.

Fuimos casi los últimos en marcharnos del restaurante (quedaba, en la semipenumbra dell fondo del local, un trío al parecer entregado a temas de orden intenso), con tanta sobremesa que hicimos. En la puerta estaba el propio Carles Gaig, chef estrella. No sé por qué, cuando preguntó sobre como había estado todo, no le dijimos nada sobre el arroz salado. Lo que nos salió a los cuatro fue un debiluchamente político “pues muy bien.” El respondió, con una confianza en su establecimiento que resulta casi alarmante, no con un “me alegro,” sino con un sequillo “Lo sé.” Pues que lo sepa todo lo que quiera, pero más le vale supervisar lo que anda pasando en su cocina. El sitio es muy elegante, con sus empanelados de madera, sus asientos de diseño y sus vajillas en plan Gianni Versace, pero hay santos cuya partida al cielo es intolerable cuando se trata de alta gastronomía.

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Es innegable que los veremeros se mueven. A la hora de organizar, son auténticos genios, aún si no están en su propia ciudad. Juan Such nos había citado el domingo en el único restaurante abierto en varios kilómetros a la redonda, al cual le habían permitido traer una botelluca “especial” para cerrar con broche de oro ese agasajo que nos habían hecho a inmerecedores como Josie y menda. El restaurante era La Clara, un local recientemente rediseñado en Gran Vía donde nos acogieron muy amablemente y donde me dí, involuntariamente, una panzada de antología, para vengarme de los trastornos de los días anteriores.

Al ver en la carta de domingo una “paletilla de cordero,” pensé en algo pequeño, dado el diminutivo, y pedí eso. Para mi sorpresa, me trajeron menudo miembro de animal, algo que Pedro Picapiedra hubiese recibido con felicidad, pero que yo, dados mis recientes percances gastroenterológicos y el no haber digerido aún el condumio de la noche anterior, me sentía poco capacitado para procesar. Sin embargo, tan rico estaba el plato que lo despaché con gusto.

La botella que había traido Juan era un Viña Bosconia, Gran Reserva, Rioja 1968, uno de los pocos vinos excepcionales que se hicieron en el enológicamente desafortunado año de mi nacimiento. Me pareció que la botella había sufrido alguillo con los múltiples viajes que tuvo que dar entre Haro y Barcelona (Juan la adquirió directamente de la bodega) y no estaba de la mejor disposición. Normalmente, se trata de un vino expresivo, un pelín más ligero de lo normal en Bosconia, pero con todo el carácter y encanto. En este caso, no cantaba, pobrecito. Se notaba la calidad del material, pero no había manera de que nos diera una “performance” como es debido. A Juan y Esther les tendré guardada una botellita de mi haber en Manhattan, a ver si se comporta mejor el Bosconia 68 de este lado del Atlántico.

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El lunes 24 de noviembre era el último día de nuestra estadía en Barcelona. Debíamos aprovechar para turistear lo más posible e ir a un sitio que me quedaba de la lista de recomendaciones de mi querido amigo Marty Lebwohl: El Ateneu Gastronomic. El almuerzo allí es sencillo pero muy bien preparado. Nada de fruslerías ni pretensiones, la definición de gastronomía del Ateneu tiene que ver con buenos ingredientes tratados con honestidad. Un buen chuletón con papas, una “vichyssoise” de aguacate y una botella excelente de una lista con muchas selecciones. En este caso hice algo que hubiese sorprendido a muchos amigos que han escuchado entre el horror y la risa mis diatribas contra tantas bodegas de la Ribera del Duero… Ordené un Valduero, Gran Reserva, Ribera del Duero 1989.

Pero es que Valduero no es una de esas bodeguillas “de moda” en las que lo que importa es hacer un vino que guste a los que dan los puntos, sin importar el carácter de la uva o la región. Este 89 es un vino sedoso y ya en su punto, con bastante de frutas rojas, tierra, regaliz y jamón curado; eso sí, mantiene algo de “nervio” y taninos aún por amansarse.

Hay que aclarar que, aparte de la comida honesta y el buen vino, lo que más me gustó del Ateneu fue la mesa de venerables ancianos que estaba al lado de nosotros, envuelta toda en una airada discusión sobre si la peseta es preferible al euro y cuanto podía en realidad ser en pesetas la cuenta que allí iban a pagar esa tarde. Le comenté a la patrona del lugar de lo animados que se veían los viejitos, a sus años, etc. La señora sonrió y me dijo: “Vienen y tienen la misma discusión todos los días…”

Salimos del Ateneu Josie y yo a dar una vuelta más por las tiendas en el Paseo de Gracia. Comentábamos que bien podía ser el nombre de alguno de aquellos pintorescos vejetes Plutarquete Pajarell.

Al caer la noche, nos acercamos al Tibidabo para visitar el futurístico estudio de un nuevo amigo, conocido a través de Verema, Alfredo Arribas. Alfredo ha sido, durante los últimos veintitantos años, una de las luminarias indiscutibles de la arquitectura en España y el resto del mundo. Ansiaba conocerle porque compartíamos interés tanto en el vino como en el diseño. A través de Isabel, su socia en el estudio, habíamos quedado en vernos para cenar, copear y conversar.

Muy para mi sorpresa, Alfredo e Isabel tenían planeada una tremenda cata, con una cena ligera, en un singularísimo sitio dedicado nada más y nada menos que a lo mejor del vino y la gastronomía francesa, L’Excelllence; Les Sens du Vin. Me encantó ver a mi alrededor, al entrar en el sitio, cajas con los distintivos de algunas de las casas de Champagne que más respeto… No los sospechosos habituales de seudolujo como Moët, Veuve Cliquot, etc., sino productores pequeños como Egly-Ouriet, Pierre Moncuit y Gimmonet y lo poco que queda de valioso entre las grandes casas: Salon, Pol Roger, Jacquesson y Billecart-Salmon. Evidentemente, los de L’Excellence son mi tipo de gente. Anoten los barceloneses, que ésta es una muy buena fuente para esas champañas que tanto celebro yo.

Al llegar al salón privado del local, nos encontramos con un grupo muy ameno. Alfredo me contó que recientemente había iniciado el proyecto de su propia bodega y quería catar conmigo supervinos del sur de Francia para compararlos con lo mejorcito de Priorato y zonas aledañas. Para esto nos acompañaban Ricard Rofes, el simpático enólogo que va a trabajar con Alfredo en la nueva bodega y—gulp, nudo en la garganta, porque los vinos de este pobre individuo los he puesto a parir continuamente en los últimos tiempos— Alain Dourthe, de Château Faugères en Saint-Emilion.

Los apuntes los tomó esa noche Josie, porque yo había dejado mi libreta y el bolígrafo en el hotel. ¿El método para comunicarle yo mis impresiones? Guiños, señales de dedos y golpes en morse en las copas. Claro, que yo dijera y que ella me entendiera, sobre todo después de unas cuantas copas de vinos de 14% de alcohol o más, son dos cosas muy diferentes… La variedad de uva protagonista fue la garnacha, eso aparece claramente. Pero sólo puedo descifrar a ciencia cierta los nombres de tres de los vinos que probamos y alguna que otra palabrita referente a una AOC o a niveles etílicos exagerados. La vida es así cuando uno delega y, encima, bebe demasiado.

‘Grenache,’ ‘carignane,’ ‘mourvèdre,’ ‘Pic-Saint-Loup,’ ‘Porte du Ciel,’ ‘Châteauneuf-du-Pape,’ ‘Finca Dofí,’ ‘estoy borracha,’ ‘maldita la nueva ola del Ródano.’ ‘Péby Faugères.’ ‘¿será verdad tanta madera?,’ ‘oporto mezclado con fango,’ ‘¡la madre que lo parió! otro de 16%,’ ‘calor,’ ‘quema,’ ‘fruta calcinada al sol,’ ‘mermelada,’ ‘torpe,’ ‘pesado,’ ‘fatigoso,’ y ‘espeso’ son algunos de los retazos de frases que rescato. De la libretita negra de mi compañera. No habrá detalles, pero deja muy claro que la procesión de vinos estuvo compuesta por caldos que hubieran hecho muy felices a ciertos bastiones de la crítica norteamericana. A Alfredo y a Ricard no les ví muy felices con lo que estaban catando, lo que me da grandes esperanzas, pues van a hacer su vino en una zona mediterránea, pero parecen reconocer que lo que hay que buscar es elegancia y autenticidad, cosa que escaseaba notablemente en lo que probamos esa noche. En algún momento, suelta la lengua con tanto alcohol, habré despachado ante la concurrencia mi recién facturada hipótesis de que zonas como Priorato y Montsant serían idóneas para producir algo que compitiese con el oporto. Claro, también puede ser que lo que haga falta es alguien para romper con el modelo que enfatiza las hipertrofias en los vinos mediterráneos y nos devuelva a la ruta del equilibrio.

Nos divertimos montones hablando de todo un poco y alguno que otro de los vinos hasta dio su placercito verdadero. Recuerdo que el Alvaro Palacios, Finca Dofí, Priorat 1998 no me pareció ni remotamente ofensivo—cosa harto rara para mí. Y es una gozada innegable el buscar palabras para decirle al enólogo que tienes al lado que su vino es horrible y bajo ningún concepto vale los US$125 que piden por él en las tiendas, haya pillado o no los noventa y pico puntos del Sr. Parker. Fui suave con Alain Dourthe, pero no pude quedarme sin decirle que ese vino “top” de su bodega, el Château Péby-Faugères, Saint-Emilion 1999 tenía demasiada madera y una rusticidad exagerada para su precio, quemándole a uno el gaznate de forma injustificable en una añada como el 99 en Burdeos. Contorsionismo verbal de altura, amigos, y en francés encima. Digno de los mejores circos…

Tras la cena, nos despedimos de Alfredo, Isabel y Ricard con un abrazo, a la sombra de la Catedral. A la mañana siguiente nos marchábamos a Londres en busca de más aventuras. Probando todos esos vinos que eran la antítesis de lo que me gusta y provoca mi curiosidad, había compartido una velada con gente que, discretamente, bien podrían cambiar el panorama mediterráneo del vino. Mi promesa es que, en el próximo viaje a España, visitaré sus viñedos. Es el de Alfredo Arribas un proyecto enológico que me motiva tanto entusiasmo como su revolucionaria obra arquitectónica.

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