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Pasaron los años, hasta que al fin...

La verdad es que yo dejo pasar demasiados años entre visitas a ciertos lugares. Londres es una ciudad que ha cambiado increíblemente desde que yo fuera un estudiante de posgrado en King’s College London, allá por los últimos ochentas y primeros noventas. Desde que terminé aquella maestría, no había vuelto. Pero Londres no es el único sitio al que debía desde hacía mucho un peregrinaje. En Haro a cada rato se oyen mis “amenazas” de visita, pero de Camblor, nada.

No es secreto alguno que siento una gran admiración por los vinos de Bodegas López de Heredia. La evidencia más patente de esa admiración es la desmoderada cantidad de botellas de Viña Bosconia y Viña Tondonia, blancos y tintos, de añadas desde 1937, que atesoro en mi bodega. Lo raro es que, en mis años propagando las virtudes de esos vinos, nunca había conocido personalmente a ningún miembro de la familia que desde hace más de un siglo regenta la bodega.

María José López de Heredia iba a estar en Londres, por fortuna, hasta que Josie y yo llegáramos a la ciudad. Habíamos quedado en cenar con ella, para al fin vernos las caras y verdaderamente confirmar que, como bien se dice por aquí, “Manuel Camblor es real.”

Pues, nos esperaba en la recepción de nuestro hotel en Mayfair un mensaje de María José que sencillamente ponía que debíamos reunirnos con ella en el “punto de encuentro” de la estación de Paddington para ir por tren al restaurante de un buen amigo suyo en las afueras de Londres. Yo le dije a Josie: “No hay problema. Yo conozco bien a Paddington. Sé donde está el sitio que dice María José.”

Pero las cosas cambian... Llegamos a la estación de Paddington a tiempo. Pero donde alguna vez existiera un “punto de encuentro,” ahora solamente habían máquinas de venta de billetes y algunas de esas necias tiendecitas genéricas que venden corbatas que yo no me pondría nunca. Bueno, y el tremendo gentío del “rush hour” londinense... Pero, ¿y María José? Yo no tenía ni idea de que pinta podía tener.

El desconcierto nos duró un par de minutos, hasta que una chica menudita, de pelo corto, se nos acercó con cara medio preocupada. “Excuse me, are you Manuel Camblor?” Se acabó el problema. Ahí estaba María José, para guiarnos hasta nuestro tren.

El viaje fue larguillo en cuanto a distancia, pero no en cuanto a tiempo. Lo aprovechamos de verdad. Tras una hora y algo de conversación animada entre tres parlanchines empedernidos (nosotros chachareando con toda nuestra exuberancia latina... Y un pobre señor que trataba de descabezar un sueñecito a nuestro lado debe haber estado mandando “recuerdos cariñosos” a nuestras respectivas progenitoras...) nos sentíamos Josie y yo como si hubiésemos conocido a María José de toda la vida.

Llegamos a una estación oscura al final de la línea. Por dentro pensaba yo: “¿On toy?” Otra interrogante de respuesta rápida. A recibirnos llegó una simpática señora que nos llevó en carro hasta el restaurante, explicándonos que estábamos en Wessex, tierra de aquel Thomas Hardy, autor de Jude, the Obscure y artífice de las más exquisitas torturas literarias de mis años de estudiante (digamos que libros tan improbablemente aburridos no se escriben por accidente). Wessex se ha convertido en un muy deseable suburbio de Londres, donde una principal atracción es The Harrow at Little Bedwyn, el restaurante hacia donde nos dirigíamos.

Roger, el propietario y chef del restaurante, nos recibió en la puerta, con una copa de Krug 1988 y una sonrisa... Inmediatamente nos dimos cuenta de que habíamos llegado a un sitio muy especial, sobre el cual preside alguien que es aún más hincha de los vinos de López de Heredia que un servidor.

Me explico. Las paredes del interior de The Harrow están adornadas por una profusión de afiches de López de Heredia que abarcan varias décadas de la historia de la bodega. Viendo un poco más tarde la carta de vinos del restaurante, me dí cuenta de que Roger se toma sus Tondonias, Bosconias y Cubillos muy en serio... Y este coboscónico había cerrado su restaurante con el solo propósito de agasajarme. Aún es y no me lo creo. Tanto honor para “little me...”.

Nos tomaría un rato llegar a la lópezdeherediada que nos esperaba. Teníamos por delante, en el foyer del restaurante, el Krug, con una esplendorosa bandeja de ostras de Colchester—suculentas y levemente dulces de sabor, había una salsita para echarles por encima, pero con ostras así, todo lo que no sea unas gotitas de limón sobra. Además, pronto apareció un segundo amuse-bouche, creación de Roger: Un parfait de foie gras ligero y espumoso. Excelente pareja, esto último, para el Krug. El 88 fue un año peculiar para Krug. Hicieron, en el Brut regular, uno de sus vinos más inmediatamente accesibles, que, sin embargo, prometía buena guarda. Raro no fue que desapareciera del mercado pronto. Lo raro es que recientemente he visto mucho de ese mismo vino, que diera yo por agotado hace años, en oferta en lugares como Sherry-Lehmann en Manhattan. Roger nos aclara que la casa misteriosamente “descubrió” varios miles de botellas de Krug 88 que, por un error clerical, no fueron incluídas en su oferta inicial. Ahora tenían un mini-superávit del vino y lo estaban ofreciendo a clientes selectos.

El vino en sí no es uno de los Krugs más convincentes que haya yo probado. Es opulento, sí, brioche y un cierto aire de tequila reposado en el fondo (algo que yo siempre he asociado con el estilo de Krug), notas saladitas sobre una base de pera, manzana dorada y limón en conserva. Buen espinazo, con acidez viva y mineralidad algo salina entre notas de jengibre. Pero se queda cortito y carece del detalle de sus esplendorosos hermanos del 83 y 85, vinos que siempre he considerado tremendos.

Raro era sentirme tan “invitado de honor,” pero me acostumbré. Me sentaron a la cabeza, al lado de María José, cuando fuimos a la mesa. Un bonito menú impreso al lado de cada puesto anunciaba que el festín que se nos venía encima no tenía nada ni de ligero ni de modesto (¡qué sentido de ceremonia, qué finura!). Vamos, un despliegueeeee...

María José me había manifestado en el tren que tanto ella como su hermana Mercedes habían pensado mucho en qué servirle a un individuo que parecía haber probado casi todo lo producido por López de Heredia en el siglo XX... Obviamente, yo le dije a María José que para nada me estaba mal repetir alguna de tantísimas experiencias fenomenales que había tenido con Gravonias, Tondonias y Bosconias. Ella sencillamente me anunció que me esperaba algo muy diferente, seguro que yo desconocía.

El suspenso me comía vivo. Pero había que esperar.

El primer vino de López de Heredia que llegó a la mesa era algo que yo no había probado antes, pero que sí conocía, así que no era la “sorpresa”. El Viña Tondonia Blanco Gran Reserva, Rioja 1973 acompañó un sashimi de loup de mer (que creo que es róbalo, para los no francoparlantes) y vieiras. El vino es típico Tondonia blanco, muy apretado inicialmente, pero abriéndose bellamente con el aire. Cítricos profundos, notas de manzana, flores y minerales. Mucho posgusto en este bebé, que necesitó más de una hora para empezar a manifestarse verdaderamente.

Próximo plato, próximo vino: Steak tartare à la Roger y Viña Tondonia Rosado 1981, en una botella con una etiqueta que no había yo visto, con un interesantísimo diseño Art-Déco. El vino, impecablemente refrescante, pero profundo... Sus notas secundarias y terciarias ya aparecen, pero no quitan nada de un centro de bayas, flores secas y calcáreos. Otra deliciosa prueba de que los rosados, y en particular los Tondonias rosados, son vinos tan serios como el que más, que ameritan guarda y reflexión. La vibrante acidez de este Tondonia hacía un bello contrapunto con el tartare.

El plato que siguió fue algo inesperado, que me encantó por la cantidad de sabor y por la novedosa combinación de ingredientes: Foie gras a la plancha con morcilla y vieiras. Anjá, foie y morcilla de compañeros de plato. La gracia es lo bien que funcionan... Con esto, Viña Tondonia Blanco Gran Reserva, Rioja 1957 (la primera botella nos salió chafadita, pero la generosidad de nuestro anfitrión produjo otra en perfecto estado sin interrumpir en lo absoluto el flujo de la cena). Recuerdo el 54 como un vino más expresivo que este 57, pero eso no quiere decir que el 57 no sea también un vino excepcional. Se le nota bastante evolucionado, pero aún mantiene mucho vigor y nervio. Con tiempo en la copa, el aroma adquiere una complejidad que es un tesoro.

Con un wonton de langosta en salsa de langosta y chile, nuestro primer tinto, el Viña Bosconia Gran Reserva, Rioja 1981. Es un vino del que he hablado mucho ya, o sea que decir más es llover sobre mojado. Una añada que dió un Bosconia delicado y preciso, que, con los años en la botella, seguro que se convertirá en uno de esos vinos sensuales y “femeninos.”

A oídos de María José habían llegado ciertas quejas del grupo veremero con el que nos reunimos en Barcelona para probar una vertical de Bosconias. El 76 nos había salido estropeado, fue el consenso. Pues, para reivindicarse, María José nos puso un Viña Bosconia, Gran Reserva, Rioja 1976 sobre la mesa con otra creación de Roger, un filete de turbot con cèpes y chorizo que estaba i-m-p-o-n-e-n-t-e y garantiza más visitas mías a The Harrow en el futuro. ¿El Bosconia 76? Mucho músculo. Muy primario y compacto (ciruela, cereza y frambuesa, arcilla y cuero). Demanda paciencia, pero va a dar mucho de sí con el tiempo.

Al fin, tras ese plato principal-entre-principales (Roger se botó, en realidad no puedo decir que preferí una cosa sobre la otra, porque su atención al detalle y su elección de ingredientes me pareció merecedora de todo un aluvión de superlativos), llegó el momento de mi sorpresa, ese vino de López de Heredia que yo seguramente nunca había visto.

Pues en efecto. Este detallazo de María José era una botella que, al parecer, muy poca gente conoce (posteriormente he confirmado, de boca de un par de amigos que ejercen como importantes cronistas y críticos del vino español, que de tal vino, ni idea...): Viña Zaconia, Rioja 1964.

¿Que con qué se come eso? Pues definitivamente no con queso azul, como descubrimos en la mesa... Quizás este fue el único momento donde se nos fue el proverbial santo al cielo en The Harrow, porque el shropshire blue que teníamos en frente ofuscaba completamente al Zaconia, un blanco semidulce que tiene mucho más en común con un buen amontillado semiseco (el color ambarino, las notas de romero seco, arcilla y almendra) que con un sauternes. Quizás como aperitivo hubiese sido muchísimo más apropiado.

Vale apuntar aquí que no solamente el líquido en mi copa era una experiencia nueva. La etiqueta de ese Zaconia revela que López de Heredia, por lo menos circa 1970, producía vinos con títulos tan curiosos como “Viña Medokkia” y “Viña Romania” (las referencias se caen de la mata, ¿no?). Digamos que mi curiosidad intelectual se vió muy estimulada y si tanto María José como Mercedes se sienten tentadas a sorprenderme en el futuro con alguna “rareza,” pues la etiqueta del Zaconia es tremendo catálogo...

Continuando con el motif del Zaconia, María José nos presentó un vino dulce que hicieran, con uvas de 1991, su hermana y ella en un intento de emular el estilo de éste último. La interpretación de las chicas sí que dió algo con un aire más bordelés, semejante a un barsac joven y concentrado, con un golpecillo glicérico en el final. Este vino experimental sin nombre necesita aún pulirse. Quizás no se parezca a su antepasado, pero seguir en esa línea—entendiendo y adoptando las diferencias con el Zaconia y haciendo una marca nueva—puede dar algo muy bueno en el futuro.

Seguimos... Muchas veces había yo leído historias sobre el “bread and butter pudding,” un potinguillo dulce que comen los niños británicos como desayuno o merienda. Debo declarar que nunca lo había probado y que quizás la adaptación de este dulce que hace Roger no sea el ejemplo más característico y la vara con qué medir a un pudín común. Imaginen natillas de pan, leche, vainilla y toffee de mantequilla y se harán una idea. Fue mucha la tentación de echarle por encima el Alvear PX 1910 que nos sirvieron. Pero soy un chico educado y me controlé. Intenso vino. Interesante postre.

Un desencanto fue el Cockburns, Porto, Colleita 1967 que vino después. Es un vino enérgico y complejo que conozco muy bien. La botella de The Harrow no fue nada representativa, con sus sabores apagados y con una falta alarmante de posgusto. Claro, Roger no dejó las cosas ahí. Tras el café, me llevó del brazo hasta el bar del restaurante, donde tenía abiertas un par de botellas. Un malbec de Catena sobre el cual no apunté nada, pero que recuerdo haber reconocido en mis adentros como “el que es absurdamente caro” nos pareció a ambos un desencanto globalista sin particular carácter. Decidimos diferir juicio, pues la botella estaba recién abierta y quizás el vino necesitaba aire para dar lo mejor de sí. También cayó en nuestra minicata clandestina uno de esos shirazones australianos de mucha prensa y puntos, pero honestamente, no pude menos que pensar que se trataba de la eucalíptica orina de un koala diabético con severos problemas renales. Como gente inteligente, decidimos retornar a la mesa y acabarnos los culitos de Bosconia que nos quedaban...

La noche se nos había ido volando. Eso ocurre en buena compañía, con buena comida y excelentes vinos. Esa noche, Josie y yo habíamos conocido a gente de esa que es un privilegio verdadero conocer, de la que te hace sentir en familia desde el primer momento, que te deja pensando que el mundo y la raza humana son, después de todo, algo bueno.

Al dejarnos María José en el hotel, ya bullía yo con planes para reciprocar cuando María José nos visite en Nueva York en febrero. Y en realidad me muero de ganas por visitar su bodega. A ver si en abril o mayo... Pero mientras tanto, tengo cenas que planear, botellas viejas que localizar...

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Tal como pasara con Times Square, en Nueva York, otro de mis barrios favoritos del mundo se ha saneado horriblemente. Ya SoHo no es lo que era. La pornografía, la prostitución, el acceso fácil a todo tipo de estupefacientes, la marcha sórdida y los bohemios de verdad han desaparecido. Queda Ronnie Scott’s, el legendario club de jazz, pero ya, eso es todo. El resto ha dado paso a boutiques hiperchic y restaurantitos de cadena. El aire “rough”—fascinante por lo peligroso e impredecible—de antes ha dado paso a una pretensiosidad estéril que tiende a hacérseme harto tediosa.

Por ahí andaba yo con Josie el día después de la cena con María José López de Heredia en Wessex. Le mostraba edificios donde estuvieran alguna vez bares “after-hours,” tiendas de discos, cafés cutrones y antros del comistraje más bajo que gaznate humano pudiese imaginar. Recordaba, con los ojos aguados, mi tiempo en King’s College, las travesuras de una época despreocupada... Y me sentía viejo, hasta anacronístico.

Tratando de atenuar mi progresiva depresión, Josie me señaló un restaurante pequeñito, de fachada azul con cortinas venecianas. El decorado del interior es minimalista. Nada de penumbras. Aquí lo ves todo y todos te ven. Aparentemente, el restaurante del chef estrella Alistair Little venía altamente recomendado por alguna guía en la que confía mi novia. A mí el nombre me sonaba de la tele, o de algo. Le dije que bueno, vale, vamos. Y no tuvimos problema para conseguir mesa. Era tardecillo. Nos dijeron que diésemos una vuelta y volviésemos en quince minutos. Eso hicimos.

La cocina es de una pureza muy similar al decorado en Alistair Little. El énfasis cae sobre ingredientes de temporada, en recetas que hasta parecerían caseras, de no estar tan meticulosamente ejecutadas. Mi entrante, una ensalada tibia de anguilas, papas, tocino, saurkraut y caviar estaba tremendo, por lo inesperado de la combinación de sabores. Josie, tratando de ponerme a competir con chefs de renombre, pidió gambas al ajillo. Me dijo que yo las hago mejor... Pero estaban muy ricas.

Los platos fuertes fueron pollo asado con puré de algún vegetal local cuya identidad nunca sabré para mí, que necesitaba “comfort food,” y un risotto de setas silvestres y alcachofas para Josie. Impecables ambos, con suficiente sabor como para desmentir definitivamente eso de que en Inglaterra no se come bien y todo es desabrido.

La carta de vinos enfatiza los neozelandeses y australianos (en ese orden). Encontré unas cuantas selecciones que hubiesen ido bien con toda la comida, pero ninguno como el vivaz y muy directo Fiddler’s Green, Sauvignon Blanc, Waipara, Nueva Zelanda, 2002 que al final ordené. Quedé muy satisfecho con Alistair Little. Pude llevarme de tiendas a Josie sin remordimientos ni nostalgias absurdas. Vivimos el presente consumista como debe ser, con la panza llena de cosas ricas.

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Un sitio donde caimos en otra hora de almuerzo que resultó ser un poquito menos “de los míos” fue la Cantina Vinopolis. ¿Que qué demonios hacía un purista como yo, enemigo acérrimo de los potingues industriales que tratan de hacerse pasar por vino, metido en Vinopolis, esa trampa de turistas donde reinan los seudovinos de Georges Duboeuf y otros megaconglomerados del jugo de uva? Pues, como estaba en Londres, quería ver la pinta del sitio y, aunque no me dí la visita, por lo menos comí en el restaurante. Además, había estado en la Tate Modern esa mañana, y como me caía de camino...

El sitio tiene su encanto. En antiguos almacenes donde los trenes descargaran vino, ahora hay un parquecillo de atracciones para adultos borrachines. Y hay un restaurante con grandes mesas comunales donde, a la hora de almorzar ves ejecutivos de rango medio chacharear con colegas de ambos sexos, presencias intentos exitosos o fallidos de ligoteo cuando el alcohol comienza a hacer su efecto, vainas así...

La comida es “standard international” con pretensiones y salsas potentemente espesas. La lista de vinos, extensa y con cositas de interés a precios decentes. Pedimos un Chain of Ponds, “Purple Patch,” Riesling, Adelaide, Australia, 2001 que no estaba mal. Fresco y con fruta que no tiene ni gota de la habitual vulgaridad de, digamos, un Chardonnay de las mismas latitudes. Mi entrante fueron unos higadillos de pollo con ensalada, confit de tomate y una salsa de jerez tan salada como impenetrable de textura. Mi plato, algo sencillo, para “refrescar un poco el paladar” y hacerle justicia al rieslingcillo: Lubina a la plancha con papas y cebollitas bebés.

Si debo dar lo más positivo de mi experiencia en Vinopolis, es la tienda. Ahí te tiras una versión redux del tour (viendo camisetas, todo tipo de parafernalia y de cositas que venden, con los temas de la visita al recinto) y hasta va y encuentras algún libro que no hay en otras partes, como el Madeira de Alex Liddel, en la edición de Faber & Faber, con el que salí yo.

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El restaurante de la Tate Gallery vieja, la que queda en Millbank, detrás de donde viviera yo en el 91, es bullicioso y caótico. Las camareras son el equivalente de las azafatas de Iberia en los vuelos transatlánticos, señoras maduronas que preferirían estar haciendo algo que no fuese atenderte y te demuestran una combinación de desdén y mnala leche correspondiente a tal situación. La comida te recuerda lo que se comía en los restaurantes “finolis” de Londres en otra época, pero con algunos toquecitos exóticos para que parezca que ahí ha llegado el siglo XXI.

Claro, no estábamos ahí ni para comer bien, ni para ser agradable o eficientemente atendidos. Lo que buscábamos era una de las cartas de vino más inusitadas del mundo, con precios que te dejan con la boca abierta por lo asequibles. ¿En qué otro restaurante de este valle de lágrimas va uno a encontrar Cháteau Léoville-Las Cases 1966 a unos 125 libras?

Claro, Josie fue la voz de la conciencia (la condenada, infame, malnacida conciencia...) y no me permitió utilizar el plástico que llevaba en la cartera como en verdad quería. Fingió estar indispuesta y me dijo que lo que pidiese tendría que consumirlo yo solito y yo, idiota, caí. Acabé pidiendo un Clos du Marquis que ella consumió alegremente, pensando en lo que me había ahorrado. Y yo, maquinando como ganarme a la camarera, para ver si me vendía el Las Cases para llevar.

La extensión de bodegas y añadas en Burdeos y Borgoña de la Tate, todos conservados en condiciones ideales, es algo que hay que ver. Es mejor ir en equipo, para probar mucho y aprovechar los múltiples chollos.

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Pasaron muchas otras cosas en nuestra estadía en Londres, gastronómicamente. Chinos de superlujo en Mayfair, Cornish pasties bajo la lluvia en Covent Garden, el restaurante griego con el peor servicio del mundo (The Real Greek, que aparte de quedar en el quinto pino, o sea, Hoxton, tiene los camareros más anacoretas a quienes jamás haya tenido yo el placer de no dejar propina) y excelentísimo curry en City Spice, un restaurante tandoori-punjabi-balti de Brick Lane. Lo único que me faltó fue introducir a Josie a los placeres y las desventuras del mejor fish and chips. Pero para otro viaje será.

En nuestra última noche nos reunimos con nuestro querido amigo Nicos Neocleous para hacer un minijeebus en un restaurante francés al lado de Carnaby Street. Cuando digo “minijeebus,” no hay que equivocarse, era un jeebus en el que participaríamos solamente tres individuos temerarios con una capacidad de absorber alcohol que... Bueno, imagínenselo.

La Trouvaille es un sitio pequeño, con una elegancia rusticona muy refrescante en esa parte de la ciudad. La comida es competente y el ambiente muy acogedor—en algún momento le comuniqué al propietario, al parecer un buen amigo de Nicos, que ya quisiera yo tener una sede jeebusística como La Trouvaille en Manhattan.

Tres en una mesa. La bebelata fue lo importante, claro. Yo había traído unos cuantos “reciclados” de Barcelona—lo que no nos habíamos podido beber en las fastuosas festividades a las que asistimos allá. Lo primero en caer fue la botella de Agustí Torrelló Mata, “Krypta,” Gran Reserva, Cava, NV. Comentamos sobre si sugerirle a la bodega que acompañara la botella, tan atípica e inconveniente para poner en la mesa con su forma ovoide-lacrimosa, el incluir en el empaque un pedestalito sobre el cual reposar la botella. Es lo menos que pueden hacer, porque tener al camarero al lado de nosotros, sosteniendo la botella hasta que llegase el momento de llenarnos la copa, que fue lo otro que se me ocurrió para solventar el problema, estaba un pelín fuerte.

El vino es quizás el único cava que pusiese yo en competencia con las champañas que bebo habitualmente. Ligero, limpio y con excelente estructura, tiene muchísimo más detalle aromático que casi todos los demás cavas que me ha tocado probar. No mucho largo, pero mientras dura, le sobra finura.

La segunda botella del maratoncillo que nos habíamos propuesto fue un André Dezat-Domaine Chihault, Pouilly-Fumé, 2002. Un sauvignon decentillo. Intensidad moderada, con aromas y sabores de hierba y manzana verde. Un leve toque dulce resulta confuso, pero se deja beber.

El siguiente blanco fue el Yves Cuilleron, “Les Chaillets,” Condrieu, 2001. Un productor que no ha merecido de mis más favorables opiniones, por los enmaderados vinos que manda a los Estados Unidos... Pero este Condrieu no estaba mal. Floral, con notas de mermelada de albaricoque y anís. No se le puede acusar de ser complejo y por momentos deja entrever trozos fofos. Creo que a Nicos le gustó mucho más que a Josie y a mí. En la copa, al ganar en temperatura, se le nota un poco el alcohol.

De las cosas que más placer me dan en la vida, una es ver la cara de alguien que prueba por primera vez un gran rioja de los de verdad. Nada de Remírez de Ganuza, ni Calvarios, ni Rodas, ni Artadis, ni ningún otro de esos “de ahora,” sino uno de los tradicionales que te hacen vibrar el alma. Ni Nicos, ni el Muga, Reserva, Rioja 1981 que probamos después del Condrieu, me fallaron. Bello color entre picota y fresa bien madura, con solamente el más leve borde cobrizo. Hojas de tabaco bien curadas, tocino, ciruelas, moras, frambuesas, chocolate de leche, tomillo, romero... Un vino sedoso, elegante, largo y muy complejo, que está en su plenitud.


La otra sorpresa riojana para mi amigo londinense es un grande indiscutible que he tenido el inmenso honor de probar en muchas ocasiones: El CVNE, “Viña Real,” Gran Reserva, Rioja, 1976. De los grandes riojas en botellas borgoñonas, es bien sabido que el “Viña Real” es el más fornido, recio y masculino (por no decir “macho”). Sutiles aromas de cuero, habanos, lavanda y regaliz rojo, que luego desembocan en algo más potente y provocador de frutas del bosque y arcilla. En boca, un vinazo, con mucha vitalidad y, aún más importante, precisión de sabores. Larguísimo. Apenas comienza a vivir.

Misteriosamente, no nos sentíamos cansados, aunque habíamos dado Buena cuenta de muchísimo vino. Nicos tuvo una ocurrencia que amenazaba con empujarnos más allá del límite. Pidió la carta de vinos y de ella eligió un Les Vignerons de Maury, Solera 1928, Rousillon. Un tinto dulce de mucho color, hecho, creo, de garnacho y cariñena. Notas volatiles al principio, que desaparecen pronto y dejan detrás aromas de caramelo, membrillo y pasas. Excelente acidez y taninos firmes en un posgusto largo, con capas térreas muy interesantes. Se deja beber, pero es de guarda.

Fuimos, como era de esperarse, los últimos en salir de La Trouvaille. Fue una noche tremenda. De eso estábamos seguros Josie y yo mientras caminábamos con Nicos por Carnaby Street, gozando de la brisa fría de noviembre, y cuando nos detuvimos ante las imponentes vidrieras de Liberty, y al montarnos en el taxi, y al llegar al hotel y quedarnos profundamente dormidos con la ropa puesta. A la mañana siguiente, teníamos una resaca memorable y por poco perdemos el avión. Yo miraba atrás en mi mente, al paseo por SoHo en el que me sentí viejo y desfasado, pero... ¡Qué va! Mi cerebro de esponja, llorando el deceso de una multitud de neuronas la noche anterior, ahora se sentía repleto de toda la irresponsabilidad de la juventud.


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