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El debut, entre botella y botella, de Finca Sandoval en Nueva York

“¡Suéltalo! ¡Que tienes que soltarlo!” “J” le habla a uno de nuestros dos gatos, Riesling y Garnacha, sobre el taco de pelos que parece tener trabado en la garganta. Pero yo... Con mi copita vespertina de Graville-Lacoste 2001 (un blanquito de Graves siempre muy sabroso y limpio, sobre todo tres o cuatro días después de abierta la botella), yo me tomo sus imperativos para mí.

Pasan los meses. Se llena una libretita Clairefontaine tras otra con notas de cata sobre docenas y docenas de vinos. A veces mi caligrafía es cuidadosa. A veces se nota el efecto del alcohol. En todos los casos, las opiniones que tuve sólo han sido compartidas con el papel. No pasa un día sin que alguien me pregunte por qué no se ven ya casi comentarios míos sobre vino y comida en la internet. Me tienta inventarme una buena historia. Pero en realidad es culpa, por un lado, de mucho trabajo y, por otro, de una cierta indolencia durante mis momentos libres.

¿Hasta dónde me lleva el hilo de apuntes cuando tiro de él? Hasta enero. Allá cuando mi querido amigo Víctor de la Serna se nos apareció en Manhattan, la primera parada de su “U.S. Tour.” Estaba de camino a Maryland y una cata en la que expondría los primeros vinos de su Finca Sandoval al escrutinio de cierto crítico norteamericano de gran influencia.

Antes de tal crucial cita, Víctor se reunió con un grupito de amiguetes neoyorquinos en casa del insigne “Iron Chef,” Joe Dougherty. En pocas casas que haya yo visitado en mi vida se come como en la de Joe y, pues, hacía casi un año que no le veía el pelo a Víctor. Yo, esa cena no me la perdía...

Abrimos con ostras diversas en su concha y el Marc Olivier, “Domaine de la Pepière,” Muscadet de Sèvre et Maine sur Lie, 1985: Exuberante aroma de anis, mar, limón y jalea real. Vivaz y perfectamente enfocado en boca. Impresionante persistencia de sabores cítricos y minerales. Una belleza y, mejor aún, prueba fehaciente de que un buen muscadet mejora con la edad.

Con tartare de vieiras de bahía (“sea candy,” las llama Joe), varios vinos. Una botella de esas no impresionantes del Billecart-Salmon, Brut Rosé, Champagne Non Vintage: Pasa frecuentemente. Cuando es bueno, es bueno, pero hay mucha variabilidad. Huele a limón y fresas silvestres, pero se le nota apagado, llano. Una pena. Lo seguimos inmediatamente con un Boyer-Martenot, “Charmes,” Meursault Premier Cru, 2000: Muy correcto. Manzana verde, trufas, toronja, crema de vainilla y características notas minerales de Charmes en la nariz. A la media hora de servido está fácil de disfrutar. Guardo un poco y lo pruebo dos horas más tarde... Tremendo. Excelente acidez y muchísima mineralidad en un marco elegantísimo. Aún más tarde, se cierra completamente. Necesita diez años de botella.

Es penoso que sigamos este Boyer con el Niellon, “Clos de la Maltroye,” Chassagne-Montrachet Premier Cru, 2000: Llano. Un vinito tonto, con olor a vainilla y bombones de manzana. Algo de flores, también. No mucho en boca. Madera y fruta fofa y vulgar. Poco final. Niellon me defrauda una vez más. No entiendo por qué hay quienes lo alaban tanto…

Nuestro primer tinto se infiltra después del Chassagne. El Finca Sandoval, “Salia,” La Manchuela, 2001 es un vinito alegre que iría muy bien con una comidita de bistro neoyorquino. Bonito aroma de frutas rojas. Buen peso, equilibrio y persistencia. Un tintito sencillo y puro, con taninos suaves y una carnosidad dulce. Será saludable competencia para muchas de las “cuvées” internacionalistas de garnacha, syrah y mourvèdre que andan por ahí.

Pero los blancos no se dejan expulsar de la mesa tan fácilmente. Aparece un Jamek, “Ried Klaus” Riesling Smaragd, Wachau, Austria, 2001: Fantástica nariz de flores silvestres, azúcar de pastelería, citronella, tierra, pino, toronja y fresas. Opulento en boca, revelando sus sabores capa tras capa. Tremenda estructura y, para decirlo lo más sencillamente posible, no se acaba... Lo sigue inmediatamente un F.X. Pichler, “Dürnsteiner Kellerberg” Riesling Smaragd, Wachau, Austria, 2001: Muy apretado y difícil de interpretar ahora mismo. Muchísimo extracto seco y una mineralidad profunda. Otro vino de estructura fenomenal, con una rica “mordida” cítrico-mineral en el posgusto. Es como el beso de aquella chica en el bachillerato que sabía más que tú y no tenía que decirlo.

Volvieron los tintos, con un viejo conocido, siempre peculiar, siempre controvertido: El Emmanuel Houillon, Arbois Pupillin Rouge 2000. La uva es poulsard y el vino, añada tras añada, es uno de los más puros y auténticos que he tenido el privilegio de probar. Hay una leve nota de moho al principio, pero se va pronto, dejando algo parecido a piedras de río tras de sí. Luego aparecen fresas, frambuesas y cerezas, limpias y jugosas, tierra volcánica y tomillo seco. Limpio, largo y honesto. ¿Qué más quiere uno?

Tras el poulsard viene el recién salido al mercado Foucault Frères, “Clos Rougeard,” Saumur-Champigny, 1999: Es la cuvée básica, pero se comporta como algo superior. Frutas rojas, regaliz, tierra negra, rocas… Huele y sabe a maduro, pero tiene excelente acidez y taninos muy vivos. El final sorprende por lo limpio y expresivo.

El problema cuando nos llega un europeo conectado al mundo del vino de visita es que siempre va un asilvestrado y saca un potingue californiano, por lo de “ofrecer algo de casa.” Un Ridge, Lytton Springs, 1995 huele a menta, nopales, cereza, extracto de vainilla... Aromas grandes y golosos. Recuerdo que dije que esto era un buen vino cuando salió, hace unos seis años. Pero ahora me parece simplista. A medio paladar, simplemente se desmorona, perdiendo todo enfoque. Final medio e irrelevante.

Uno de los truquitos favoritos de nuestro anfitrión es sacar un gran blanco austriaco en medio de un desfile de tintazos. Y el blanco no solo se defiende, sino que domina indiscutiblemente. El F.X. Pichler, “Dürnsteiner Kellerberg” Grüner Veltliner Smaragd, Wachau, Austria, 2001 no desengaña. Aromas penetrantes de piña verde, pimienta blanca, azúcar pastelera, manzana y minerales—muchos minerales... Carnoso, pero firme. Muy largo. Se vuelve austero al final. Es un vino que hace pensar y que necesita mucho tiempo.

Víctor pone frente a mí el Finca Sandoval, La Manchuela, 2001. Le digo que huele a jamón Serrano. El dice que no. Hay bastante madera, pero, considerando las barbaridades que se llevan hoy día, no es nada tan exagerado. Le toma su tiempecito, pero el vino comienza a mostrar buena fruta; cassis, frambuesa y mora. Un vino joven y vigoroso, con buen equilibrio. Le falta tiempo para que el roble integre. Y no me cabe duda que integrará. Hay sustancia más que suficiente para absorberlo.

Al fin, comienzan a salir botellas “de las de verdad.” Un Viña Tondonia, Gran Reserva, Rioja, 1970 se deja beber muy bien. Huele a caramelo, sándalo, setas porcini secas y frambuesas pasificadas. Es un Tondonia de cuerpo medio, con acidez poderosa en boca, pero con suficiente de todo lo demás para compensar. No deja de abrirse más y más mientras lo tengo en la copa, revelando mucha complejidad, con notas de tabaco y clavo dulce. Al final, esa acidez se vuelve un delicioso golpecito cítrico. Me encanta. López de Heredia se luce en las añadas más erráticas de Rioja. Este Tondonia es uno de los mejores setentas que he probado. Creo que lo pongo en un cercano segundo lugar, tras el maravilloso Viña Imperial Gran Reserva de CVNE. Y sabe a gloria con las perdices al horno que ha realizado para nosotros el maestro Joe. Difícil de creer, pero en un apartamento de Manhattan tengo que oir un “cuidado con los perdigones” mientras mastico las divinas avecillas. Caza importada de Escocia, explica Joe. Aaaaaaaaaaahhh...

Hablando de CVNE... Apareció una botella del CVNE, “Viña Real,” Reserva Especial, Rioja, 1962: Aromas especiados, de carne cruda y cedro, algo apagadillos. Nada representativa, esta botella, de lo que es ahora mismo un grandísimo rioja. En boca sufre de un mutismo lamentable. Se nota buena estructura, pero el todo no se expresa. Lo único que me recuerda los buenos ejemplares que he probado de este vino es un toque cremoso y un amarguillo como de cereza al final.

He mencionado a muchos mi proyecto para un libro sobre la industria española del vino durante la Guerra Civil. Desde que emprendí la investigación histórica para el libro, probar un vino español de antes de 1936 se ha vuelto algo fascinante por razones distintas a las que hubiese tenido antes. He comenzado a pensar en la gente que lo hizo, en las circunstancias... En fin, cuando presentó el Profesor John Gilman a la mesa una botella del Viña Tondonia, Rioja, 1934 me sentí inmensamente complacido: El vino en sí alguna vez debió estar fenomenal, pero ahora ya está de capa caída. Es un recordatorio de grandeza para los que aprecien eso; sería injusto juzgarlo en relación a un vino de ahora. Huele a pétalos de rosa secos, sándalo, especias, algo de incienso y arcilla. Habla, pero es en tonos débiles. Para escuchar las historias de este abuelete hay que acercarle mucho el oído y prestar mucha atención.

Más vinos llegaron a la mesa después. Un malbec argentino que apestaba a basurero lleno de vegetales pasados, a jugo de ciruel y a extracto de vainilla. Asqueroso. También un zinfandel cuyo nombre se me escapó, de 1990: Insultantemente alcohólico y desequilibrado. En las inmortales palabras del Profesor Gilman, en vez de comportarse con cierta dignidad a sus trece años, se comporta “como un payaso borracho en el sexto cumpleaños de un niño malcriado.” Algún sorbo de un Casa Castillo, Pie Franco, 2000 también cayó. Un vino muy puro, honesto, rusticón y con equilibrio saludable. No lo bebería todos los días, pero para sus momentos, me gusta. También un par de Riscales de antología, adquiridos recientemente por nuestro anfitrión en Barcelona. El Gran Reserva 1947, tristemente corchado. El 46, vivo, pero no tan vibrante como lo hubiera querido. Tras cierto momento, dejé de anotar...

Una reunion feliz de viejos amigos, con mucha lubricación... Siempre es tremendo para mí ver a Víctor de la Serna, escuchar su vozarrón y tener mis habituales desacuerdos con él, que se animan como candela, solamente para acabar en risas benévolas.

A la mañana siguiente, nuestro ilustre visitante se iba a ver al superimportante crítico, a poner sus vinos ante este supuesto “gran hombre del vino” para que él se pronunciara sobre el futuro comercial de Finca Sandoval (no nos engañemos, eso es lo que hace la “crítica” de vinos a esos niveles). Victor nos explicó como sus vinos serían juzgados por el gran gurú en una cata masiva, junto a legiones de vinos más. En nuestra pequeña velada celebratoria los vinos de Finca Sandoval habían sido apreciados de forma más moderada. Hubo diferencias de opinión entre los presentes sobre ellos. Pero hubo unanimidad en que quizás hubiese sido mejor que Víctor le dedicase un par de nochecitas más a Nueva York, en vez de ir a buscar la muy cuestionable “sabiduría” de una supuesta autoridad a la que tantos—los que tenemos cierta idea—consideramos un fraude (no entraré en detalles; es bien sabido de quien hablo y por qué me expreso así).

Pero bueno... Al despedirnos, le deseamos a Víctor que el encuentro con el gurú le fuese leve, que mientras más baja la puntuación sobre cien que recibieran los Finca Sandoval, mejor sabría él, en el fondo de su corazón, que son los vinos.

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