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Vino color de día, color de noche (II)

Al final del primer artículo de esta serie, comentábamos como en el interior de la bodega, y en concreto durante la maceración, el mosto reposaba con los hollejos, cediéndole éstos su materia colorante o pigmentos (fundamentalmente antocianos en uvas tintas y flavonoles en uvas blancas). Proceso en el que se daban, básicamente, dos reacciones complementarias: la polimerización y la copigmentación.

A partir de aquí, una vez que el mosto ya se ha transformado en vino, entra a escena el concepto de acidez. Ésta puede ser corregida en bodega, aumentándola o bien disminuyéndola, en función de las características de partida de la añada. Los distintos niveles de acidez van a conferir distintas tonalidades, que varían en cada caso dependiendo del tipo de vino (blanco, rosado o tinto). Por ejemplo, un vino blanco con pH bajo (que indica alta acidez) tiene tendencia a presentar notas verdosas mientras que por el contrario un pH alto suele mostrarse con tonalidades más doradas. En los vinos rosados de alta acidez los colores se presentan más vivos que en los de menor, cuya tonalidad suele ser más apagada. En los vinos tintos una alta acidez se puede apreciar por las tonalidades rojas muy intensas, mientras que si se trata de un tinto de acidez moderada va a presentar rasgos cromáticos más amoratados. Esto es debido a que los antocianos, materia colorante de la piel de la uva tinta, tienden al rojo vivo en medios ácidos y al azul en medios más neutros o alcalinos.

Otro de los factores que condiciona de manera notable el color de un vino es el estar o no en contacto con el oxígeno, es decir, la oxidación. Cuanto más tiempo repose el mosto fermentado en presencia del oxígeno mayor será el cambio de color, y viceversa. Cada tipo de vino evolucionará de manera distinta en su proceso de oxidación. Éste se produce por la interacción entre el oxígeno y las oxidasas, enzimas responsables de la degradación de color. Las oxidasas se encuentran presentes en numerosas especies vegetales de la naturaleza, actuando de una manera cotidiana. Por ejemplo, este proceso se lleva a cabo en corto espacio de tiempo cuando dejamos una manzana pelada en contacto con el aire. Rápidamente cambia su coloración superficial de blanco-amarillo a tonalidades marrones. El mismo proceso, aunque de forma más pausada (gracias a la función preservativa que ejercen ciertos ácidos) se lleva a cabo en el vino. Todos los vinos evolucionan hacia el color marrón; los blancos adquieren tonalidades caoba o caramelosas, los rosados el característico color 'piel de cebolla' y los tintos viran de tonalidades rojo-cereza al color marrón, ciertamente opaco.

El color de un vino se ve igualmente alterado por la crianza tanto en barrica como en botella. Durante el período de crianza en barrica la madera cede taninos al vino. Unos pocos son pigmentados, pudiendo tener un color amarillo-pálido que, en bajas concentraciones, resulta prácticamente inapreciable. Pero en un período algo más prolongado, durante el cual la transmisión tánica es mayor, su presencia sí es apreciable. Esto es, la crianza en barrica aporta al vino (aparte de otras cualidades aromáticas y sápidas) una coloración amarillo-dorada. En vinos blancos esto se traduce en tonalidades oro u ocres, en los rosados se insinúan matices de piel de cebolla mientras que los vinos tintos incorporan cromatismos teja o marrones, dependiendo del menor o mayor tiempo de crianza, respectivamente. Igualmente, durante la crianza en barrica o botella se produce la condensación, por medio de la cual largas cadenas de polímeros o formación de cristales arrastran consigo materia colorante que se va depositando en los fondos de los recipientes. Con el tiempo, si este proceso se eternizase, el vino se convertiría simplemente en agua con posos.

La evolución de color durante la permanencia de los vinos en barrica también marca el carácter especial de los vinos generosos. Las barricas en las cuales permanecen encerrados aportan (además de abundantes sensaciones olfativas y gustativas) taninos y materia colorante de vinos que otrora fueron envejecidos en la misma bota o pipa (Oporto, Jerez, Madeira, Málaga....). Los largos periodos de crianza resultan en vinos muy complejos en los que el color ha evolucionado de forma casi total (dependiendo del tiempo) hacia el color caoba. En muchos casos desaparece totalmente el color rojo intenso o amarillo dorado del mosto que acaba de fermentar. Esta circunstancia se ve acentuada en el caso de las mistelas (mostos dulces sin fermentar) y vinos generosos dulces cuyas uvas son soleadas antes de entrar en la bodega. En este caso el cambio de color comienza en el hollejo de las propias uvas, que transmiten a su mosto un color pardo oscuro.

Finalmente, otros factores importantes a tener en cuenta en la coloración de un vino son la incidencia y tiempo de exposición a la luz solar que éste haya sufrido o los cambios de temperatura a la que haya sido sometido. Las dos variables inciden en su grado de coloración. Si estos factores ya están muy controlados en bodega, cobran gran importancia en el ámbito de la cadena distributiva (tipo de recipiente, colocación en lineales, transporte, guarda...). Además, habría que incluir varias enfermedades o quiebras del vino que alterarían de forma dramática la gama cromática. Así, vemos que el color que presenta un vino no es sino la representación visual de sus múltiples cualidades. Numerosos factores, desde el viñedo hasta el descorche, confieren un no menor numero de tonalidades que nos muestran la maravillosa complejidad de este precioso líquido que tanto amó el inefable poeta Don Pablo Neruda.

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