Blog de Verema.com

Sobre los exquisitos cadáveres de las víctimas de la moda; Vino, comida e ideas en Buenos Aires.

Preámbulo de una pesquisa

Las asignaciones eran sumamente precisas.

Asignación #1: Viajar a Buenos Aires para entrevistar a una joven heredera/modelo sudamericana, quien recientemente ha saltado a la fama por su divorcio de un cantante pop mexicano (caso el cual sencillamente no podía importarme menos…).

Asignación #2: Viajar a Buenos Aires para ponerse “morao” consumiendo las riquezas gastronómicas argentinas.

Dadas mis proclividades naturales, selecciono la #2. Josie, por su parte, siendo la “profesional del periodismo latino sobre entretenimiento” de nuestra minúscula unidad doméstica, se encarga de la #1. Y como la #1 es la asignación a la que cierta revista de farándula ha dedicado fondos de viaje, me contento con adosarme al periplo de negocios de mi novia.

Me he tomado muy seriamente el asunto de explicar (a mí mismo y a quien quiera leer estos apuntes) el estado actual del vino y la comida en Argentina. Decido asumir dos semanas de ardua preparación antes de viajar. Leo todo lo que aparece en Nueva York sobre vino argentine, que es un libro: The Wines of Argentina, Chile and Latin America de Christopher Fielden (Mitchell Beazley, Londres, 2003). Me da mucho placer ver que el Sr. Fielden dedica una sección entera a los vinos de mi adorada tierra madre, Cuba. Claro, me mosqueo un poco cuando veo que no menciona para nada el magnífico vino de naranja que hace un primo mío en Santa Clara… Pero me voy por la tangente…

Hago mis deberes. Mientras leo el tomo de Fielden, me las apaño para degustar todo el vino argentine que encuentro en mis tiendas habituales de Manhattan. Al verme llegar a casa con varias cajas, Josie me dice: “¡Pero vas a estropear la diversion tomándote todo el vino argentine aquí!”. Le respondo que tengo que saber como se comportan los vinos argentinos de este lado, para poder contrastar con lo que bebamos en Buenos Aires. “Cada loco con su tema,” proclama ella y me deja en paz.

Como todos ustedes saben, la malbec es la principal variedad tinta en Argentina. Entre 1990 y 1996, muchos productores de la región de Mendoza recibieron excelente prensa (yo mismo recuerdo haber dicho mucho y muy bueno sobre los malbecs, cabernet sauvignons y torrontés de productores como Etchart, Valentín Bianchi, Luigi Bosca y Norton). En aquellos momentos, la opinión prevalerte era que Argentina explotaría en el mercado mundial como una gran potencia con vinos auténticos e individualistas, muy diferentes de los golosos productillos industrialistas sin el más mínimo ápice de carácter provenientes de Chile, Australia y California, que entonces comenzaban a inundar nuestras tiendas.

Aparte de los malbecs y cabernets que se crucen en mi camino, estoy sumamente interesado en probar vinos de una fascinante variedad blanca que crece en Cafayate, en la provincia de Salta, al norte de Argentina. Se trata de la torrontés (que no parece ser parienta de la torrontés gallega). Se rumora que la torrontés es una mutación de la muscat o la malvasía. Cuando sus vinos están bien hechos, son frescos, fragantes, estructurados y fenomenalmente agradables de beber con comida—el tipo de vino que yo adoro incondicionalmente.

Curiosamente, en Manhattan solamente encuentro dos vinos de torrontés. El primero es el Susana Balbo, “Críos” Torrontés, Cafayate, Salta 2003. Decir que este vino fue un inmenso desencanto es quedarme muy corto… Huele a Froot Loops (ese cereal de Kelogg’s que tiene como su mascota al tucán) y a jabón, en vez de a las flores y gráciles frutas tropicales que esperaba. Dulzón y monolítico en boca. Glicérico. Entra con un no-sé-qué e bombones de fruta artificial y se desparrama en todas direcciones sin en realidad ir a ninguna parte. No creo que ni al sumidero de la cocina le agrade esto. Se ha puesto muy tiquis-miquis últimamente…

Mi Segundo torrontés es el Michel Torino, Torrontés, Cafayate 2002. Huele a gardenias, lanolina y uvas machacadas. Ligerito e insignificante en boca, con notitas suaves de cáscara de manzana y uvas. Corto y olvidable, con un pelín de calor al final. Me duele pensar que aquellos maravillosos torrontés de Etchart con las etiquetas de flores ya no estén llegando a Nueva York y que tengamos que conformarnos con esto.

Me salva de la melancholia y el llanto un Trapiche, Sauvignon Blanc-Sémillon, Mendoza 2003, no por ser particularmente bueno, sino porque me trae gratos recuerdos de mi juventud. De repente tengo 25 años y la capacidad de comerme al munco. Estoy en una fiesta de estudiantes de posgrado en Londres, aburrido de hablar de Wittgenstein con una chiquilla guapetona que anda chalada por el grunge y por la ropa gótica. Hay litronas de un blanquito de supermercado que lubrican nuestro verbo. Es un caldito metálico de cascara de manzana y limón. Me lo bebo porque es lo que uno bebe cuando es joven y felizmente ingenuo… ¡Qué tiempos! Hay que ser agradecido. Este Trapiche, por recordármelos, me enternece.

Lamento informarles que los demás vinos blancos que me toca probar en este estudio preparatorio son todos chardonnays. ¿O debería llamar las cosas por su nombre y decir que son confecciones creadas de acuerdo con esa particularmente perversa noción que es el “chardonnay del Nuevo Mundo”? Juzguen ustedes mismos… Un Fabre Montmayor, Chardonnay, Luján de Cuyo, Mendoza 2001 huele potentemente a salvia y eucalipto y el olor no se va, aún con varias horas de aire. Un vino extraño, regordete y torpe. Quisiera poder decir que su peor defecto es una falta de espinazo acídico, pero no… Hay un calentón glicérico y un golpe de fruta dislocada y anónima cuando lo tragas que lo hacen verdaderamente desagradable. Encima, el posgusto tiene un no-sé-qué de espárrago blanco. Tres cuartos de la botella se van por el fregadero.

A US$18, mi próxima muestra es significativamente más costosa que la anterior. El Catena, Chardonnay, Mendoza 2002 es producto de una megacasa que se ha vuelto la niña de los ojos de la crítica internacional. La contraetiqueta te dice que parte de las uvas para este vino vinieron de viñedos en Uxmal y parte de Tupungato. Ambas son comarcas de Mendoza. El problema es que el vino no refleja nada que pueda hacerlo a uno pensar en lo que tengan de único o distintivo esos sitios. Tal parecería que el suelo, en ambos, huele a roble nuevo. Pero me adelanto… Josie me sorprende con la celeridad y tajante negatividad de su juicio sobre este chardonnay. “Tiene demasiada madera y es demasiado dulce; me da nauseas”, dice.

Yo trato de ser un poco más pausado. El vino tiene un flagrante exceso de roble nuevo. Y en boca es fofo y empalagoso. Carece completamente de estructura intrínseca, manteniéndose precariamente en pie a base de barrica. Hay fruta bajo toda la madera. Lástima que esa fruta sea banano, guanábana y piña sobremaduros. En este caso, que el vino sea corto de posgusto es algo piadoso. Para no abusar del fregadero de la cocina, echo el resto de la botella por el inodoro del baño de visitas.

Tengo un poquito más de suerte con el Catena, Chardonnay “Los Alamos,” Mendoza 2003 que ofrecen por copas en un “wine bar” de mi barrio. Otro potingue realizado en el insoportablemente tedioso modelo “neomundista”, claro está. Huele y sabe a piña enlatada y madera, es fofo, goloso y calentón… Pero hay que darle crédito. Tengo la más leve de las sospechas de que esto tiene un espinazo, que no le han robado hasta la última particula de su acidez natural… El final es abrupto y me recuerda que uno no debe esperanzarse mucho nunca. El mundo es cruel. Marginalmente bebible.

Después de los Catenas toca un Chandon, Chardonnay “Terrazas de los Andes”, Mendoza 2002. Las etiquetas de esta serie de vinos de Bodegas Chandon recalcan la altura de los viñedos. La chardonnay para este vino proviene de parcelas a 1,300 metros sobre el nivel del mar. Pero el fresquito de poco le sirve. De nuevo estoy ante algo fláccido y sonso, con aromas empalagosos a piña enlatada, vainilla y jengibre. En boca hay un toque de manzana y una sospecha de acidez, pero no lo suficiente para dar algo parecido a la estructura de un buen borgoña genérico. Final corto con saborcitos de fruta tropical. Otro espécimen marginalmente bebible.

Pensando que ya está bueno de basuras y torturas, abro un Felipe Rutini, “Trumpeter” Chardonnay, Tupungato, Mendoza 2002. Me dice Josie que si mi negatividad en las notas de cata de estos chardonnays argentinos no tendrá que ver con que los estoy comparando con vinos de nivel más alto en Borgoña. Le digo que absolutamente no. Mis puntos de referencia serían los bourgogne blancs de Bernard Morey, de Fichet, Boyer-Martenot, Roulot o, para asegurarme de que la vara está lo suficientemente baja, el “Setilles” de Olivier Leflaive. Si pudiera, añadiría algo californiano o australiano a esta lista de referentes, pero lamentablemente no me acerco a California o Australia en busca de nada en estos tiempos.

¿Será injusto comparar a los chardonnays argentinos con borgoñas genéricos? No si consideramos que en Borgoña se logra la mejor expresión de la variedad, aún en los niveles más bajos de su complicada jerarquía vitivinícola. Recuerdo haber escrito notas muy favorables sobre un chardonnay de Luigi Bosca de principios de los noventas. Era un vino de clima fresco, con bella estructura y hasta cierta mineralidad. Me recordaba un buen Saint-Aubin o Rully. Pensando en eso uno se da cuenta inmediatamente de que está siendo testigo de un cambio radical de paradigma. Los argentinos parecen haberse hartado de elegancia y autenticidad en sus blancos. Ahora quieren confitería con mantequilla y vainilla a raudales, sin acidez y con montones de “mass-market appeal…” ¡Quieren un éxito certificado de platino, con todo y los senos operados de Britney Spears!

Este Trumpeter, un vino obviamente de “mass market” con un precio de US$7 es uno de los que menos me molestan en el lotecito del que me he hecho. Huele a bombones de mantequilla, pera, manzana y hojas secas. En boca es ligerito de cuerpo y dulzón. Su poquito de azúcar residual pudiese tener. Pasa, igual que los demás, como un zumito para bebés y se deja olvidar casi inmediatamente.

Parecen una carnicería desaforada mis apuntes hasta ahora, ¿verdad? Me doy cuenta de que estos vinos de los que escribo son hechos por gente buena, que va en pos de lo que consideran que un “vino blanco fino” debe ser hoy día, teniendo en cuenta ciertas percepciones del mercado. Si lo que digo hasta este momento resulta demasiado fuerte, lo lamento—por lo menos un poco. Pero lo que no me gusta, no me gusta. Y tengo la obligación de decirlo. Quizás es solamente lo que mandan para acá, que está hecho para “paladares yanquis” de esos de fast-food y Coca-Cola. No permitiré que me desanime esta penosa muestra. No permitiré que me desanime esta penosa muestra. No permitiré que me desanime esta penosa muestra. No permitiré que me desanime esta penosa muestra. No permitiré que me desanime esta penosa muestra. No permitiré…

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