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El origen de unas burbujas (III)

Tras el genial descubrimiento de Dom Perignon, los dos elementos fundamentales que faltaban para que se pudiera controlar el espumoso líquido eran las botellas de vidrio y los tapones de corcho.

Respecto a estos últimos, dícese que cierta noche en que se hospedaron en la Abadía de Hautvillers dos peregrinos gerundenses (o quizás extremeños) de camino hacia Suecia, el monje Dom Perignon observó que en sus cantimploras utilizaban unos tapones que jamas había visto. Al preguntar a los viajeros sobre lo que él consideraba extraños artilugios, aquellos le explicaron que se trataba de corteza de alcornoque. Materia que en su mente de alquimista se le reveló como la idónea para contener la presión del dorado liquido en la botella.

En la actualidad los tapones empleados para las botellas de espumoso constan de una parte de corcho aglomerado y otra, la que está en contacto con el liquido, de corcho natural. Esta última parte se conforma mediante dos o tres arandelas de distintas piezas de corcho para evitar la pérdida de gas carbónico a través de las porosidades que pudiera haber en alguna de ellas. Este corcho, al entrar en contacto con el líquido, ya sea por su posición horizontal o con el líquido en su forma gaseosa si están de pié, experimenta una expansión que propicia el perfecto hermetismo del recipiente.

El otro elemento indispensable para que el descubrimiento de Dom Perignon llegara a feliz término, era el vidrio de las botellas. También en la explicación de sus orígenes surge una vieja leyenda.

Cuentan que ciertos mercaderes, en su ruta por el Mediterráneo, tuvieron la mala fortuna de naufragar frente a las costas de Siria. Tras grandes esfuerzos, cuando lograron alcanzar la orilla, lo primero que hicieron fue encender fuego para hacerse algo de comer. Pero no encontraron piedras apropiadas para instalar cómodamente la marmita sobre las llamas (hay que suponer que consiguieron salvar del naufragio el recipiente y su contenido...). El navío transportaba una carga de piedras de natrón (carbonato sódico natural), un tipo de sosa. Fueron unas cuantas de estas piedras (que parece se salvaron también del naufragio...) las que sirvieron a modo de soporte. Una vez saciados sus naufragados estómagos y apagado el fuego, comprobaron con sorpresa que en dicho lugar se había formado una pieza sólida y brillante. El calor de la hoguera había fundido la arena de la playa junto con la sosa de las piedras, formando una rudimentaria placa de vidrio.

Leyendas aparte (aunque ésta la transmitiera Plinio hace más de 2 000 años) este proceso, que básicamente es el mismo que se emplea actualmente para la obtención del vidrio, no es otro que la fusión de la sílice en forma de arena con un álcali que puede ser la sosa o la potasa.

Muchos siglos debieron ser necesarios para que poco a poco se descubriera la forma de purificar ese rudimentario vidrio y el sistema óptimo para su fabricación. Y para que del extremo oriental del Mediterráneo, este arte se instalara en la República de Venecia cuando ésta tenia el control del Mediterráneo y su prosperidad atrajo a ella a experimentados vidrieros sirios.

Y en este caso no hacen falta las leyendas. Lo que acontecía en Venecia era más bien parecido al guión de una película de acción. Quizás inicialmente por seguridad -los hornos provocaron más de un catastrófico incendio- pero luego claramente para evitar que los secretos de fabricación fueran copiados, los talleres de vidrio fueron trasladados a la isla de Murano. Los artesanos vidrieros no podían salir de la isla bajo ningún pretexto, so pena de la confiscación de sus bienes y el encarcelamiento de sus familiares. Con este drástico sistema, Venecia mantuvo durante varios siglos una supremacía absoluta en este arte. No es difícil imaginar en tales condiciones, dramáticas huidas, espionaje industrial, secuestros, escaramuzas, sobornos y mil rocambolescas historias en torno a ese palacio-cárcel de cristal. Porque lo cierto es que, a pesar de las dificultades, muchos fueron los vidrieros venecianos que pasaron las fronteras de la república y se establecieron en otras tierras.

Los que consiguieron huir de la isla de Murano se establecieron en diversos lugares que con el tiempo han pasado a tener un cierto renombre: Bohemia, Silesia, Moravia, etc. Alguno de ellos seguro recaló por estos pagos (y curiosamente en otra isla). Ramón Llull, ese mallorquín aventurero e iluminado, deja constancia en alguno de sus escritos de que allá por el siglo XIII había ya una curiosa y floreciente industria del vidrio en Mallorca. Hasta nuestros días ha llegado la tradición.

Pero fueron los ingleses (seguramente enseñados por algún tránsfuga veneciano) los que hacia la mitad del siglo XVIII iniciaron la fabricación de las botellas tal y como hoy en día las conocemos. Anteriormente, la botella de vino tenia forma de manzana por abajo y el cuello muy largo. Las nuevas, cilíndricas y con cuello corto, además de facilitar su almacenamiento y transporte, posibilitaban la posición horizontal que provoca que el líquido estuviera en contacto con el corcho evitando su desecación y, con ello, la entrada de aire. Fue este tipo de botella, con un vidrio más grueso para soportar las 5 o 6 atmósferas de presión que alcanza el vino en su segunda fermentación, la que contribuyó al éxito del descubrimiento de Dom Perignon.

En la actualidad, además de la botella normal de 0,75 litros, existe toda una gama de tamaños que va desde el Benjamín que equivale a 1/4 de botella, la Media que es justamente la mitad, el Magnum equivalente a 2 botellas normales, el Jeroboam a 4 botellas, el Rehoboam a 6, el Mathusalem a 8, el Salmanazar a 12, el Balthazar a 16, hasta el Nabuconodosor que equivale a 20 botellas normales.

De toda esta bíblica lista de nombres y tamaños habría que señalar como más adecuada en cuanto a un criterio de calidad, aparte de la normal, la Magnum. Este tamaño se ha comprobado es el ideal para conseguir una mayor calidad en la segunda fermentación. El resto de botellas son utilizadas sobre todo en acontecimientos, para festejar con su alegre chorro de espuma (más bien en forma de ducha) la victoria en alguna prueba deportiva o, con su rotura contra el casco, desear felices navegaciones a un barco en el momento de su botadura.


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