El Bosque

La Sala de Espera del Depósito: Capítulos del sexto al noveno

Capítulos del primero al quinto

Capítulo Sexto

 

El alcohol le había permitido dormir hasta las tres de la madrugada, apenas dos horas y media de sueños poblados de fantasmas burlones y amenazantes que se desvanecían en la niebla de la insoportable resaca que le machacaba el cerebro.

No había comido nada en todo el día, mentira, se había tomado un café al llegar a la cafetería del campus y, después de recibir la llamada de la policía para que se dirigiera al Hospital de San Francisco, había almorzado un whisky doble.

En la cafetería del hospital, después de que el médico de urgencias le diera la noticia, merendó otro whisky doble y tras ver a Paula en la sala de autopsias, hermosa e inerte, como un maniquí recién fabricado y a punto de ser vestido y colocado en un escaparate, se dejó llevar al hotel por aquel policía amable y discreto y cenó el último whisky.

Entonces era allí donde estaba… en la habitación del hotel …

¡Mierda! ¡Cómo le dolía la cabeza!

Era incapaz de pensar. Lo malo es que al mismo tiempo, era incapaz de no hacerlo. No eran palabras, ni tan siquiera ideas o conceptos, eran recuerdos en forma de fogonazos de imágenes, como presentaciones sobre una pantalla gigante en una sala oscura, vacía.

Paula …

–¿Adónde vas a estas horas?

–Adonde me da la gana.

La ira le invadía como la lava ardiente de un volcán en ebullición, pero el cerebro frío todavía podía controlar su furia.

–Mañana tienes que trabajar, ya has faltado tres veces esta semana.

–¿Y a eso le llamas trabajo? ¿A hacer fichas de libros? Al menos, cuando estaba en el mostrador me entretenía más.

Le estaba provocando, sabía que le estaba provocando.

Él le había encontrado ese trabajo en la biblioteca de la facultad tras muchos días de ir suplicando por despachos. Tenía que encontrarle una ocupación a Paula, no podía seguir con la vida que llevaba de mujer de millonario, ni se lo podían permitir ni tenía ningún sentido.

Al principio la colocaron en la recepción para entregar y recoger libros pero después de que llegara borracha dos mañanas, la Jefa de Biblioteca que sentía un gran afecto por Ángel y aunque no entendía su matrimonio con Paula no se inmiscuía, sutilmente la pasó a la parte trasera encargándola de inventariar el material nuevo que se recibía.

–Más de uno y de una matarían por tener ese trabajo que tú desprecias. Si te hubiera dado la gana de esforzarte un poco y acabar la carrera…

–Como a ti no te dio la gana de ayudarme con los exámenes…

–No vuelvas a eso Paula, no ayudaré ni a ti ni a nadie a hacer trampa con los exámenes.

–Fíjate qué íntegro. Pues a mí no me engañas. No me ayudaste porque te daba miedo que te pillaran porque ya sé yo que ayudaste a las otras a las que te tiraste antes de conocerme.

Ángel ya no podía más, levantó la mano derecha y fue hacia ella sin control hasta que la oyó reírse a carcajadas.

"Te está provocando Ángel, no lo hagas" le dijo su cerebro

–Ve adonde te dé la gana pero aquí no llames para que vaya a buscarte a las cinco de la mañana.

Paula le tiró un beso con expresión burlona y salió de la casa con un portazo. Esperó unos minutos a oír el ruido del mecanismo de la puerta del garaje…, nada. Bajó él mismo para comprobarlo. Los dos coches seguían allí, el Ford Cougar de él y el Nissan Micra de ella.  ¿Se habría bajado en autobús?

El rugido de una moto de alta cilindrada le revolvió el estómago "¿Se habrá atrevido? ¿De verdad habrá tenido el valor de pedirle que le fuera a buscar?" Intentó mantener la calma.

"En El Escorial todos los chavales tienen motos"

"Sí, pero no de esa cilindrada"

"Puede ser de uno de los vecinos, ejecutivos con crisis de los cuarenta que deciden comprarse la moto que no se podían comprar a los dieciocho..."

Volvió a subir la escalerilla que le llevaba a la planta de abajo del chalet en el que vivían. Como un autómata entró al salón y se sirvió un whisky a palo seco.

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–¡Mierda!– al tropezarse con la alfombrilla de al lado de la cama de camino al baño –Casi me mato.

Tambaleándose y apoyándose en todo lo que encontró a su paso, finalmente consiguió llegar al baño. De rodillas frente a la taza abierta, vació su estómago entre espasmos, sudando un sudor frío, helado.

Esa fue la última vez que la vio viva, con esa expresión burlona. La siguiente vez fue ya cubierta con la sábana hasta la barbilla sobre la mesa de operaciones de la sala de autopsias del Depósito.

Otra náusea le invadió. Sólo un hilillo de bilis salió de su boca. Ya no quedaba nada dentro de su estómago, tampoco es que hubiera habido mucho.

Se incorporó como pudo y se acercó a la bañera. Abrió el grifo de la ducha y desprendiéndose de la camisa del día anterior y la ropa interior, se metió dentro enchufando el potente chorro de agua caliente sobre su cara.

***

Capítulo Séptimo

 

Tras un sueño inquieto poblado de imágenes protagonizadas más por Ángel Iglesias que por Paula Reinoso, Eusebio decidió levantarse a las seis y media y enfiló la ducha.

A las siete ya estaba dentro de su Toyota y llamó al móvil de Fernando.

–Buenas ¿te despierto?

–Sabes que no.

–No sé si oíste mi mensaje de anoche.

–Claro. Me pego una ducha y salgo para el hotel.

–Llámame haya novedades o no.

–Por supuesto.

–Nos vemos en comisaría.

–Allí nos vemos Eusebio.

–Bien.

En apenas quince minutos aparcaba en la comisaría, Madrid empezaba a desperezarse.

Salió del coche y antes de entrar en el edificio escuchó el rugido del león hambriento que se había despertado en su estómago. Giró y un brillo de sonrisa se asomó a sus ojos al ver el bar de Paco abierto.

Se acercó y abrió la puerta aunque no llegó a entrar, sólo introdujo la mitad superior de su menudo cuerpo:

–¿Es posible un café con porras en la comisaría?

–Veo que madrugamos hoy inspector. Cuenta con él, doble y en vaso ¿verdad?

–Gracias Paco, no sabes la falta que me hace …

–Lo tienes en tu mesa antes de que enciendas el ordenador.

Saludó al joven oficial de guardia a la entrada de la comisaría y se paró ante la recepción atendida por un agente cercano ya a la jubilación:

–Buenos días Inspector Jefe.

–Buenos días Antonio. Espero la llegada de Teresa a las ocho. Dame un toque en cuanto llegue por favor, ya sabes que va siempre embalada y quiero hablar con ella antes de que entre en la sala de interrogatorios – su tono al hablarle era tan suave que el por favor iba implícito en su mensaje.

–Claro Inspector Jefe, es que esta Teresa siempre va corriendo a todos lados…– explicaba mientras levantaba los brazos imitando con su madura estructura los bruscos y rápidos movimientos de la psicóloga.

Después de una palmadita en el hombro de sincero agradecimiento Eusebio se perdió pasillo abajo.

Nada más colgar su anorak en el perchero apareció Paco el del bar con el café y las porras:

–Ahora mismo no cambiaba ese café con porras por el décimo del Gordo de la lotería de Navidad– mientras le daba un billete de cinco euros.

–No he traído cambio jefe.

–No hay nada que cambiar, es por la entrega a domicilio– en sus ojos azules había un guiño travieso pero el resto de su cara permanecía impasible.

–¡A mandar jefe!

Se puso cómodo en su sillón de oficina y mientras con la mano derecha introducía una porra en el vaso de café con leche, con la izquierda abrió el expediente de Paula.

Miró las fotos sacadas en la escena donde la encontraron y sintió un pequeño espasmo al ver ese cuerpo esbelto tumbado de costado en posición fetal sobre el sucio suelo del servicio del garito, un brazo extendido, obligándola a torcer el torso en la dirección contraria.

El pie izquierdo estaba calzado, el derecho no. Un pie blanco, delicado y cuidado, con las uñas impecablemente pintadas de rojo.

También en el suelo, a pocos centímetros del desnudo pie, la jeringuilla con restos de sangre.

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Aún llevaba puesto el vestido corto de tirantes que Ángel Iglesias sacó de la bolsa en la sala de espera del Depósito, Eusebio había resuelto devolverlo tras haber sido extraídas del tejido las muestras pertinentes para su análisis. Ahora, con la tela arrugada hacia arriba, desvelaba unos muslos firmes y turgentes.

Se detuvo unos instantes en su cara: máscara corrida que emborronaba de negro la zona de los ojos hasta casi las mejillas, restos de pintalabios rojo extendidos desde las comisuras hasta la barbilla.

Sin embargo en su cara se reflejaba la expresión de placer ya tan conocida para Eusebio, de quien acaba de recibir lo que tanto necesitaba. No, no era placer, era ese halo de paz que se adueña del rostro que segundos antes había estado dominado por el dolor, por la tortura, por la agonía.

–¿Quién te ha hecho esto?– murmuraba para sí mismo mientras con el dedo índice recorría su frágil figura. No podía evitar preguntarse y preguntar –¿Sabías que estabas embarazada?

El zumbido del teléfono le sacó de su ensimismamiento.

–Eusebio, soy Fernando, Ángel Iglesias no ha amanecido todavía, lo he comprobado con la Recepción y con las cámaras de seguridad.

–Bien. Yo estoy esperando a Teresa para ponerla en antecedentes aunque por lo que me cuentas y con lo que tragó ayer, no creo que estéis por aquí antes de las diez.

–¿Cuántos copazos se metió al cuerpo?

–Delante de mí sólo uno pero intuyo que no era el primero del día.

–Tú tienes muy buen ojo para eso.

–Je, es una de mis múltiples virtudes. Pues eso, búscate un sillón estratégico y tómatelo con calma y un café con porras.

–Yo soy más de churros Eusebio… Estoy en un sillón del bar desde el que se ven los ascensores y las escaleras y que además está tan cerca de por donde tiene que pasar que casi se tendría que tropezar conmigo.

–Pues espero que el hotel no esté muy lleno y que a todos los huéspedes no se les de por salir a primera hora de la mañana …

–No te creas que me importa, me gusta observar a la fauna variopinta de los hoteles.

–Sí lo que te digo yo, tú tienes madera de escritor.

–Cuando me haga mayor Eusebio …

–Llámame en cuanto haya el más mínimo movimiento.

–Cuenta con ello.

Por fin se decidió a encender el PC. Mientras arrancaba, daba cuenta del desayuno despacio, masticando las crujientes porras y manteniéndolas en su paladar hasta que eran una papilla. Bebía el café a tragos largos y lentos: La comida y la bebida caliente le hacían sentir bien, le traían al presente, a su presente.

Ya había empezado a revisar el correo electrónico cuando oyó los golpecitos rápidos y rítmicos en la puerta entreabierta e inmediatamente después se asomaba la cara de Teresa. Entre medias había empezado a sonar el teléfono, Antonio avisándole de su llegada, llamada a la que por supuesto se había adelantado Teresa.

El aspecto físico de Teresa era peculiar.

Tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Los aparentaba, incluso daba la impresión de que se acercaba a los cincuenta, justamente lo que ella intentaba evitar tratando de darse una imagen más joven y excéntrica.

No era muy alta, uno sesenta y poco, altura que incrementaba en cuatro centímetros al menos subida a unos tacones con los que todavía no había aprendido a andar de manera erguida por lo que su cuerpo siempre tenía un pequeño grado de inclinación hacia delante. Eso, unido a su total incapacidad de andar reposadamente, la convertían en un curioso espectáculo para cualquier espectador que la viera correr por los pasillos.

Llevaba el pelo corto de un color indefinido, mezcla de sucesivos tintes y mechas que ahora se aproximaba a un tono arenoso grisáceo, sin brillo ni movimiento. Algunos caracoles pegados a la frente y otros más sobresaliendo por la coronilla, evidenciaban que se había peinado a toda velocidad y sin apenas mirarse al espejo.

Sí parecía haberse entretenido algo más en maquillarse el rostro pero desgraciadamente con igual  desafortunado resultado. En su intento de esconder una cicatriz entre el pómulo y la sien izquierda, llevaba casi medio centímetro de fondo de maquillaje, en un tono rosado supuestamente juvenil, que convertía en cetrino su verdadero tono moreno claro.

Los labios finos, estaban delineados por fuera dos o tres tonos más oscuros que el rosa pálido del relleno. Los párpados, vestidos de sombra verde, terminaban en unas pestañas cargadas de kilos de máscara negra, que parecía haber sido aplicada a brochazos y que sin embargo no conseguía empañar lo mejor de su rostro, el brillo inteligente y pizpireto de sus ojos marrones.

No estaba gorda pero definitivamente no estaba lo suficientemente delgada para las minifaldas y ropa ajustada que gastaba y esta redondez, unida a las lactancias de sus dos hijos hacían incomprensible el escote del que parecía enorgullecerse.

–Pasa, pasa Teresa.

Y Teresa entró en el despacho precedida de tres enormes carpetones que llevaba apretados contra su pecho y que dejó caer con un golpe seco sobre la mesa de Eusebio mientras trataba de hacerse sitio en la silla de enfrente colocando el maletín de tela del portátil y su bolso a ambos lados sobre el suelo.

–Antonio consiguió interceptarte- la sonrisa sólo se dibujaba en sus ojos.

–Se me tuvo que plantar en mitad del pasillo, je. Bueno, cuéntame sobre este caso que parece tan importante.

–No es que sea más importante que otros, sabes que para mí todos son iguales. Es que el individuo al que tengo que interrogar es muy peculiar, me tiene muy intrigado y quisiera tu opinión profesional. Creo que su aportación puede ser fundamental para la resolución del caso.

–Cuéntame entonces.

–Léete el expediente primero, no es muy largo, y mira las fotos. Luego te hablo de él.

Teresa apartó sus carpetones hacia ha derecha y cogió la carpeta de cartulina que le entregaba Eusebio.

Transcurridos menos de diez minutos en los que Eusebio se entretuvo revisando el Outlook, Teresa respiró hondo y dejó la carpeta encima de la mesa.

–Uff, qué pena de mujer.

–Eso digo yo.

–¿Y con quién quieres que hable?¿Con alguien del garito?

–No, con su marido.

–¿Con su marido? ¿Estaba él con ella cuando ocurrió el suceso?

–Acabas de leerte el expediente Teresa– había un matiz de crítica en su voz y en sus ojos la frialdad del acero se hacía más evidente.

–Por supuesto que me lo he leído, quería decir que a lo mejor alguno de los testigos era su marido.

–Ten por seguro que si así hubiera sido habría sido reflejado en el expediente– y para sus adentros reflexionaba que si Teresa no fuera la mejor a la hora de acercarse a la mente humana y sus oscuros vericuetos, ya mismo la habría mandado de vuelta al gabinete.

Teresa le miró con ojos cándidos y Eusebio decidió que no tenía sentido seguir por ahí así que aflojando un poco la frialdad de su mirada comenzó el relato de su encuentro con Ángel Iglesias desde que lo viera por primera vez en la sala de autopsias del depósito, concluyendo:

–Hay algo en él que me produce desconfianza pero no sé qué es realmente, es con eso con lo que necesito tu ayuda. Necesito que me hagas un perfil detallado, por lo que mi primer acercamiento será de trámite hasta que tenga tu informe.

–¿Y cuando llega el académico?

–En cualquier momento. En cuanto se despierte de la borrachera de anoche me lo trae Fernando.

***

Capítulo Octavo

 

Lo vio salir del ascensor con paso inseguro, su imponente espalda curvada hacia delante, el sobre con las pertenencias de Paula Reinoso agarrado por sus dedos como garras –Menuda resaca debe de llevar encima …– pensó Fernando.

Ángel miró a izquierda y derecha buscando, más bien queriendo no encontrar.

La ropa de marca había aguantado relativamente bien los sucesos del día anterior si no se miraba de cerca la camisa. Su cara no tan bien.

Grandes y oscuros círculos bajo sus ojos avejentaban su cara de niño. En su abundante cabello, semi-mojado después de la ducha, se veían las marcas por donde había sido simplemente mesado con los dedos, los mechones tiraban en cualquier dirección. Su piel, más que blanca estaba amarillenta, seca, acartonada como un viejo documento.

Con agilidad felina Fernando se acercó a él.

–Buenos días Sr. Iglesias. Soy Fernando Moreno, me envía el inspector Eusebio López Bravo de la Comisaría Centro a buscarle.

–Tú te llevaste mi coche ayer ¿verdad?

–Así es Sr. Iglesias y le voy a llevar a dónde está para que se pueda ir a su casa pero el Inspector Jefe López quería hablar con usted antes.

Silencio por parte de Ángel.

–¿Querría antes desayunar, un café a lo mejor?

Un chispazo iluminó momentáneamente sus ojos.

–Sí…, un café.

Suavemente le dirigió hacia una de las mesas con grandes sillones enfrente de los ascensores. Una vez sentados y tras la sorpresa que le produjo a Fernando que Ángel no sólo quisiera café sino también una tostada de pan con aceite y zumo de naranja natural, se dirigió a la barra con la excusa de pedirlo y acodado sobre ella sacó el móvil para llamar a Eusebio.

–Hola soy Fernando, tengo novedades.

–Cuéntame.

–Estoy con Ángel Iglesias en el bar del hotel. Lo vi con tan mala cara al salir del ascensor que me pareció inhumano llevarle tal cual a comisaría así que le propuse tomar un café.

–Si es que hasta eres buena gente Fernando… ¿y le vas a pagar tú el café?

–No me vengas con coñas Eusebio, por favor. Lo que te contaba, que me ha dejado de piedra una cosa, cuando le he preguntado si quería el café en taza de desayuno o mediana me ha contestado que en taza grande, con una tostada de pan con aceite y un zumo de naranja natural …

–¡Joder! Parece que se va reponiendo rápidamente … Muy interesante, gracias, se lo diré a Teresa para que lo tenga en cuenta. Dile a quien esté en la barra que os ponga los desayunos aparte y luego me acerco yo y lo pago con mi Visa, que yo puedo pasar gastos y tú no.

–Yo ya he pagado el mío pero así lo haré con el de él.

–No me seas tonto Fernando ¿qué lo has pagado? en efectivo ¿no? Pues que rompan esa factura, te devuelvan el dinero y hagan una nueva con los dos ¿vale?

–Vale, vale, gracias. Otra cosa que se me olvidaba y creo que te interesará saber. Cuando le he dicho mi nombre se ha acordado perfectamente de que fui yo quien se llevó su coche ayer…

–Interesante sin duda– mientras encajaba mentalmente la nueva pieza, sin saber realmente si luego la tendría que cambiar de ubicación. –Gracias Fernando. ¿Cuándo os puedo esperar por aquí?

–Calculo que en media hora como mucho.

–Estupendo. Aquí os espero.

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Capítulo Noveno

 

La sala de interrogatorios número 1 era la más grande de la comisaría

Como único mobiliario había una mesa rectangular al centro, rodeada por seis sillas, dos a cada lado y una en cada cabecera, amén del archiconocido espejo/ventana. Debajo de la mesa, fijada a la parte inferior del tablero, se encontraba la grabadora de alta sensibilidad que registraba cada palabra que se mencionaba en la estancia.

Teresa estaba en una de las cabeceras, la de enfrente de la puerta. Sobre la mesa su portátil, y rodeándolo, una maraña de carpetas de expedientes y papeles que casi alcanzaba la mitad de la mesa.

Al sentirles entrar se levantó y cuando llegaron a su altura extendió a Ángel la mano en señal de saludo, saludo que Ángel ignoró manteniendo su postura encorvada, mirando al suelo.

–Buenos días Teresa. Te presento a Ángel Iglesias. Ya le he explicado que tu proporcionas apoyo a los familiares de víctimas de sucesos violentos– con un tono de normalidad en su voz Eusebio trataba de hacer la situación más sobrellevable.

Sin que su lenguaje corporal facilitara aviso previo alguno, Ángel levantó la cabeza y dirigió su mirada hacia Teresa

–No necesito ningún apoyo, y en el hipotético caso de que lo hiciera, puedo permitirme pagármelo yo– y sin más regresó a su ensimismamiento.

Teresa moduló su voz para dotarla de la máxima calidez:

–Sr. Iglesias, puedo abandonar la sala si no quiere hablar conmigo pero si no le molesto me gustaría quedarme aquí por si necesita consultarme algo mientras el Inspector Jefe López Bravo le hace las preguntas de rutina.

Ángel, de nuevo no respondió y se dejó colocar por Eusebio en la silla de al lado de Teresa, a su izquierda. Eusebio se acomodó en la silla al otro lado, justo enfrente. Con aspecto relajado reposó su espalda sobre el respaldo.

–No queremos mantenerle aquí mucho tiempo, entendemos que necesita descansar– Eusebio hablaba pausadamente –pero necesitamos que responda a una serie preliminar de preguntas que nos puedan ayudar con el inicio de la investigación–

No hubo respuesta.

–¿Cuándo fue la última vez que vio a su mujer viva?

–Gracias por añadir lo de viva…– Después de comprobar tras unos segundos que su sarcasmo no obtenía respuesta, prosiguió –Ayer por la noche, quiero decir anteayer por la noche.

–¿Podría concretar lo de por la noche?– contestó Eusebio con calma

–Tarde, no sé, a las once y pico, creo.

–¿En qué circunstancias?

–No entiendo lo que quiere decir.

–Si usted llegaba, si ella se iba, si coincidieron en algún sitio …

–Fue en casa, ella se iba.

–¿Sabía usted adónde iba?

Eusebio intentaba que el tono de su voz fuera neutro. Dejó pasar un par de minutos y al ver que no reaccionaba

–Disculpe Sr. Iglesias, le he preguntado …

–Sé lo que me ha preguntado– pausa, prolongada …–No.

–¿No conocía los sitios que frecuentaba su mujer?

–Conocía los sitios que frecuentaba conmigo.

–¿Y el local donde fue encontrada?¿Lo conocía?

Tardó en contestar

–No.

–No había estado nunca pero lo conocía de oídas o no sabía ni que existía?

–Sr. Iglesias, sé que está pasando por momentos muy duros pero creo que lo que nos une a todos los aquí presentes es el deseo de conocer las circunstancias del fallecimiento de su esposa y encontrar y castigar al culpable o culpables, si es que los hubiera.

Ángel farfulló algo para sí mismo.

–Disculpe, no le he entendido.

La mirada de Ángel al alzar la cabeza era un lanza-llamas

–¡¿Y usted qué coño sabe de mis deseos?!

Sin que Eusebio hiciera el más mínimo gesto Teresa sabía que lo había presionado para sacar de él esa reacción, pero ella tampoco se movió un milímetro.

Eusebio dejó pasar unos instantes hasta que Iglesias retomó su habitual mutismo.

–¿Sabe si iba sola o acompañada?

El rugido de la moto le retumbaba en la cabeza.

Con voz fría y queda, sin levantar la vista de la mesa, respondió:

–No voy a contestar a ninguna más de sus preguntas. Esperaré la citación del juez y acudiré con mi abogado. Si tiene a bien devolverme las llaves de mi coche, quisiera irme a mi casa.

–Por supuesto Sr. Iglesias ¿me harías el favor Teresa?

© Mara Funes Rivas -  Enero 2013

 


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