El Bosque

La Sala de Espera del Depósito. Capítulos del uno al cinco

Resumen capítulos anteriores:

Respondiendo a una petición bastante generalizada, era mi intención subir, cada diez capítulos de La Sala de Espera del Depósito los nueve capítulos anteriores. Lamentablemente el espacio disponible del blog no me lo permite por lo que voy a hacerlo en dos bloques, del uno al cinco y del cinco al diez, así podréis leer varios capítulos de golpe tal y cómo me habíais pedido.

Si no os gusta así o se os ocurre una manera de hacerlo mejor os ruego me lo comentéis

Espero que os guste esta variación y que sigáis disfrutando de la intriga… ;-)

La Sala de Espera del Depósito: Primer capítulo

 

La sala de espera del depósito era fría, como todas las salas de espera, de todos los depósitos, de todos los sitios.

Se veían intentos de humanización, las paredes parecía que habían sido pintadas recientemente de un color carne clarito. Había algún cuadro aquí y a allá, y al final de cada hilera de sillas de plástico, adosadas a una misma barra de metal por el respaldo, había una pequeña mesita cubierta de periódicos gratuitos, algún folleto de funerarias, publicidad de laboratorios…

Ángel estaba sentado, … no,…, realmente estaba casi a punto de caerse de la silla doblado sobre sí mismo, al final de una de esas hileras, cerca del rincón del fondo. Agarraba en las manos un sobre de papel grande de casi el tamaño de una bolsa, en el regazo, con la espalda encorvada sobre él.

No parecía mucho el contenido del sobre pero a él le pesaba, le pesaba como una losa de granito.

–Señor Iglesias, éstos son los efectos personales de Paula Reinoso– le dijo el empleado de la recepción a su llegada. –Le avisarán para el reconocimiento del cadáver. Hay que esperar a que llegue el inspector y nos avise el doctor Santos.

A Ángel le iba pesando cada vez más la columna vertebral. Sus casi dos metros de estatura iban encogiéndose por minutos. Los hombros se doblaban sobre sí mismo como si de un periódico a medio enrollar se tratara. Arrastrando los pies por las frías losas del suelo, se sentó en la silla más apartada de toda la desangelada sala de espera.

Con manos torpes había abierto el sobre. De él extrajo primero la cartera de Paula. La abrió, no había nada raro, algunos billetes, monedas, tarjetas de crédito, recibos. Después su móvil, seguía encendido y en la pantalla aparecía el icono de las llamadas perdidas, seis, todas suyas. Seguidamente, un ligero y pequeño vestido de tirantes de seda natural, con fondo granate y un delicado estampado oriental de flores grandes color crema. No se acordaba de él pero Paula siempre se quejaba de que nunca se daba cuenta de la ropa nueva que se compraba. Tanteó por fuera y sacó, una a una, dos sandalias de tacón alto, fino, negras, de pulsera.

Ya no parecía haber nada más pero al ir a meter de nuevo la primera de las sandalias sintió la tela de satén en sus dedos. El corazón le empezó a latir con fuerza y dejó que se le escapara la sandalia de la mano. Agarró la prenda de satén y la sacó del sobre. Incrédulo se quedó mirándola paralizado: era un tanga, granate, color sangre.

No podía ser de Paula, Paula no llevaba tangas: “Yo no soy de tangas. Se te clavan en el culo y te dejan toda la carne al aire”siempre lo decía.

Por un momento Ángel pareció haber recuperado su vitalidad y se dirigió al empleado de la recepción que aparentaba estar muy ocupado con el ordenador mientras chateaba con su grupo de amíguetes por el Messenger:

–Disculpe.

–¿Sí?

–Ha habido un error.

Entonces se dignó a apartar la mirada de la pantalla y dirigirla a los ojos de Ángel. Éste, torpemente, depositó el tanga sobre el mostrador

–Esto es de otra persona, quiero decir, de otro cadáver.

El recepcionista le miró con ironía y le respondió con un sarcasmo que apenas se molestó en disimular

–Lo siento Sr. Iglesias, tenemos muchísimo cuidado con estas cosas y además la Srta. Reinoso es la única mujer que ha ingresado en el depósito hoy

–Sra. Reinoso– con voz cabreada –Pues será de una de ayer.

–Imposible, ya le he dicho que tenemos mucho cuidado con estas cosas y todos los familiares que se fueron ayer del depósito firmaron su conformidad con los efectos personales entregados.

–Pues yo esto no lo pienso firmar.

–Usted sabrá Sr. Iglesias …– y quitándole el sobre de las manos con total frialdad, volvió a introducir el tanga en él. Ángel no tenía fuerzas para discutir. Igual que le había venido, le abandonó el aplomo. Agarró el sobre y más encorvado todavía, volvió cansinamente a su sitio.

Al cabo de un tiempo indeterminado se oyó un “ding-dong” por megafonía, de ésos que son para avisar que se va a lanzar un mensaje.

–Atención Sr. Iglesias, atención– decía una voz masculina que sin duda pertenecía al amable recepcionista –Sr. Iglesias, acuda al despacho del Dr. Santos.

Sin poder levantar los pies del suelo, reticente, Ángel se dirigió al mostrador después de buscar por las paredes de la sala algún cartel que le indicara por dónde ir para llegar al despacho del Dr. Santos.

No tuvo necesidad de abrir la boca, antes de que pudiera hacerlo una voz proveniente de la cabeza inclinada sobre el ordenador le informó de que el despacho del Dr. Santos era el primero a la derecha después de los aseos de señoras.

Las gracias sobraban.

La_Sala_de_Espera_del_Deposito

Al llegar a la puerta sin cerrar del todo, identificada con un cartelito como el despacho del Dr. Santos, no le dio tiempo a llamar con los nudillos

– Adelante Sr. Iglesias.

La voz era ronca, hueca.

El despacho pequeño, austero.

Una mesa de oficina antigua, color gris indefinido. Un ordenador de edad indefinida también, sobre la esquina de la mesa, a la izquierda del visitante. Silla pequeña con respaldo para el visitante. La del doctor, probablemente sillón, no se veía al estar ocupada por la inmensa humanidad del médico.

O más claramente, el Dr. Santos estaba gordo, inmensamente gordo, de esos de obesidad mórbida.

Pelo gris, peinado hacia atrás con la raya al lado. Bigote más oscuro, casi negro. Ojos marrones pequeñitos o a lo mejor es lo que parecía al estar comprimidos por las vastas mejillas carnosas con hoyuelos en el centro. Boca pequeña de labios gruesos.

–Tome asiento, por favor. ¿Le han puesto al corriente de las circunstancias de la muerte de la Srta. Reinoso?

–Señora Reinoso. Es mi mujer, es decir, era mi mujer

–¡Ah! Perdone usted. En fin ¿Le han …

–No, nadie me ha informado de nada, pero me imagino que es suicidio– hablaba en voz baja, lentamente, sin apartar la vista del sobre que agarraba con las manos – Por lo de la policía y porque ya lo intentó una vez.

El Dr. Santos carraspeó antes de seguir:

–Ejem, no exactamente.

–¿Qué quiere decir con no exactamente?– un destello de furia pasó fugazmente por sus ojos que ahora miraban al Dr. Santos. Después la expresión vencida volvió a caer sobre ellos.

–¿Era usted consciente de que la Srta. Perdón, Sra. Reinoso, era consumidora de sustancias estupefacientes?– No miraba a Angel, mareaba papeles con las manos y en todo momento, su voz ronca y seca adoptaba el tono de fría profesionalidad.

Por primera vez desde que había entrado en ese despacho, Ángel se incorporó estirando su imponente espalda y mostrando la mitad de su 1,98 m de altura.

Miró a los ojos al Dr. Santos y con toda la firmeza que pudo imprimirle a su voz le respondió:

–No era consumidora habitual de estupefacientes, tonteó con las drogas como todos, en la Universidad.

–Sr. Iglesias– Lo que dijo a continuación se le quedaría grabado a Ángel en la memoria:

–Su mujer ha muerto de una sobredosis de heroína.

***

Capítulo Segundo

Hacía frío en la sala de autopsias.

En el centro, a unos tres o cuatro metros de la puerta, había una mesa de quirófano, con la inmensa y potentísima lámpara de cirugía encima.

Encima de la mesa, un cuerpo cubierto con una sábana. Era de agradecer el detalle de que no hubieran dejado al descubierto los pies desnudos con una etiqueta identificativa colgando del dedo gordo como en las películas americanas.

A la cabecera de la cama un hombre menudo, de calvicie más que incipiente y pelo cortado en clara asunción de su inevitabilidad. Tendría unos cincuenta años. Piel morena. Ojos azul pálido, ligeramente saltones, ojeras.

La_Sala_de_Espera_del_Deposito_sala_de_autopsisasSiguiendo el andar dificultoso del Dr. Santos, Ángel se acercó a la mesa como un autómata mientras el hombre menudo iba a su encuentro. Al llegar frente a ellos, en voz baja y mirando a Ángel a los ojos con una mirada de siento-mucho-lo-que-le-voy-a-decir-pero-no-me-queda-más-remedio, extendió su mano derecha para estrechar la suya:

–Inspector López Bravo, del Cuerpo Nacional de Policía.

–Ángel Iglesias.

Se estrecharon la mano y mientras lo hacían, rápidamente, acostumbrado a ello, el Inspector López Bravo compuso un retrato fisonómico-psicológico del hombre que tenía delante:

Cincuenta años aproximadamente, en mejores circunstancias probablemente podría aparentar entre 40 y 45. Alto, casi dos metros, con buena estructura corporal aunque “Hundido…” se dijo a sí mismo “… y todavía no lo sabe todo…”

Abundante pelo castaño, corto pero no excesivamente. Rasgos faciales pequeños, casi aniñados. Ojos marrón claro con motitas verde que a pesar de su actual ausencia no ocultaban una viva inteligencia.

Vestía pantalón vaquero bueno, de marca. Camisa de sport a cuadros en tonos caqui y americana de pana a juego. Zapatos de ante de cordones. El uniforme del intelectual al que le va bien. ¿Profesor de universidad? ¿Escritor o quizá periodista? El caso es que la cara le sonaba pero el inspector López Bravo reconocía que se saltaba las páginas de cultura y universidad del periódico y cambiaba de canal las pocas veces que los telediarios tocaban el tema.

–Acompáñeme, por favor– su tono era suave pero firme. Ángel le siguió hacia la cabecera de la mesa de autopsias como un muñeco teledirigido.

El Dr. Santos trató de decirle algo con señas desde detrás de Ángel pero el inspector López Bravo le acalló con su mirada metálica. Con cara enfurruñada el Dr. Santos decidió no moverse de su sitio.

Delicadamente, como si no quisiera despertarla, el inspector López Bravo bajó la sabana doblándola a la altura de los hombros de la fallecida. Dio un paso atrás permitiendo a Ángel acercarse.

Se dobló sobre sí mismo todavía más. Con una mano se agarró el estómago y con la otra buscó apoyo intentando no derrumbarse sobre el cadáver. El inspector le agarró antes de que se desplomara y le obligó a apoyarse en él.

–Venga, vámonos.

–¿Y la identificación?– gruñó el Dr. Santos. El inspector le ignoró mientras ayudaba a Ángel a acercarse a la puerta.

–¿Y la identificación?– volvió a repetir con un tono irritado e impaciente en su ronca voz

–¡Identificación positiva coño! ¡Identificación positiva!!!!!!!

***

Capítulo Tercero

 

Sobre la marcha, el inspector López Bravo decidió que no se podía llevar a ese hombre a comisaría para interrogarle.

–¿Cómo ha venido hasta aquí Sr. Iglesias?

–En coche.

–¿Vive fuera de Madrid?

–Sí, en El Escorial.

–¿Se acuerda de dónde ha dejado el coche?

–En el aparcamiento del depósito

–Bien, déjeme las llaves. Usted no está para conducir esta noche. Vamos a sacar el coche del aparcamiento y dejarlo aparcado donde usted pueda recogerlo mañana.

–¿Y cómo me voy a mi casa?¿Me va a llevar usted?

–Usted necesita descansar y no creo que su casa sea hoy el lugar más adecuado. ¿Me da el modelo y marca de su coche?

–Ford Cougar, gris metalizado. XXX00000– Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un llavero de coche que le dio al inspector.

–Le acompaño a la cafetería. Usted espéreme allí mientras yo hago unas gestiones.

Tras dejar a Ángel enfrentado a una coca-cola en la barra de la cafetería del tanatorio, edificio adyacente al depósito de cadáveres, el inspector López Bravo se sentó en un banco del pasillo y sacó el móvil.

–Fernando, a ver, estoy en el depósito con Ángel Iglesias…

–…

–Sí, el de la mujer de la sobredosis. Está en un estado realmente lamentable y lo malo es que vive fuera de Madrid …

–…

–No, fuera de Madrid capital, en El Escorial. Si le dejo subirse al coche esta noche tendremos dos cadáveres en vez de uno. Pídele a Laura por favor que llame a nuestro hotel y reserve una individual para esta noche…

–…

La_Sala_de_Espera_del_Deposito_cafetería_tanatorio–Gracias, con su coche necesito tu ayuda. Yo charlaré con él un rato en la cafetería de aquí, a ver lo que le puedo sacar sin presionarle demasiado y luego me lo voy a llevar al hotel. Necesito que saques el coche del aparcamiento y lo dejes aparcado cerca del hotel para que lo recoja mañana…

–…

–Estoy en la cafetería del tanatorio. Gracias. Te veo en diez minutos.Cuando volvió a la cafetería se encontró a Ángel en la misma postura, la coca-cola sin tocar.

–Sr. Iglesias, le he reservado una habitación de hotel cerca de la comisaría, yo le llevo y usted intenta descansar algo esta noche.

Ángel no parecía darse cuenta de que le estaban hablando

–Un compañero va a llevar su coche hasta allí, así que cuando mañana por la mañana acabemos con el papeleo puede usted recogerlo e irse a su casa

Ni un ligero pestañeo. El inspector no podía por menos que sentirse incómodo.

Fernando le sorprendió cuando silenciosamente se colocó a su lado en la barra:

–¡Qué susto Fernando! No te había sentido llegar. Buf, ¡menos mal que no has tardado …

–¿Qué tal éste?– Hablando en voz baja e indicando con el movimiento de su cabeza a Ángel

–En estado de shock todavía– .apartándose los dos cautelosamente de Ángel –Toma las llaves, es un Ford Cougar, gris metalizado. XXX00000.

–¿Está dentro del parking o en la calle?

–Dentro, según él.

–Ok. Si no hay sitio en el parking del hotel lo dejaré donde la comisaría, es un coche muy goloso.

–Gracias Fernando. Yo le voy a proponer una copa cuando lleguemos al hotel, a ver si relajándole un poco le puedo sacar algo.

–Ten cuidado no se te eche a llorar en tus brazos.

–No sería la primera vez.

–Nos vemos mañana por la mañana.

–Hasta mañana y gracias.

–A mandar, para eso estamos.

–Deséame suerte.

–Sabes que no te hace falta.

Fernando salió de la cafetería rápido y sigiloso como siempre. El inspector López Bravo dio media vuelta y se acodó en la barra al lado de Ángel que siguió sin inmutarse. Sacó un billete de diez euros de la cartera e hizo señas con él al camarero para que se cobrara.

Una vez recogido el ticket y el cambio del platillo se encaró con Ángel:

–Sr. Iglesias nos tenemos que ir.

–¿Me lleva usted a casa?– sin volverse a mirarle.

–No, le llevo al hotel del que le he hablado.

–Aah, no me acordaba.

–A no ser que tenga algún familiar con quien quiera pasar la noche.

Esa frase le hizo dar un respingo como si de repente se hubiera soltado un muelle en su interior. Estirando la espalda y girándose para mirar al inspector López Bravo, le dijo con un claro matiz de angustia en su voz:

–No, a nadie.

El inspector tomó nota mental de esta reacción pero no lo tradujo en su rostro.

–Estupendo. Entonces véngase conmigo al parking que le llevo.

–¿Y mi coche?¿Se va a quedar aquí toda la noche?

Otra anotación mental, no parecía acordarse de conversaciones mantenidas hacía menos de media hora.

–El agente Fernando Moreno se lo ha llevado para aparcarlo en el parking del hotel, me dio usted las llaves.

–Aah– y la bombilla que se había encendido dentro de él se empezó a apagar, como marchitándose.

***

Capítulo Cuarto

 

Bajaron al parking del tanatorio donde en la zona acotada para los directivos, había siempre una plaza reservada para la policía.

El inspector tuvo que girar de vez en cuando para comprobar que Ángel le seguía. Le daba vueltas a su desorientación y barajaba la posibilidad de llamar a un psicólogo al día siguiente por la mañana, para que lo preparara antes del interrogatorio que el inspector ya había decidido tendría lugar en su despacho y no en la sala a tal efecto. La Comunidad de Madrid ponía a disposición de la policía un gabinete de psicólogos que eran muy útiles en casos de pérdidas traumáticas como ésta, o de violencia doméstica y/o sexual.

Llegó a su Toyota Corolla color negro y tras abrirlo con el mando a distancia, se apoyó sobre la puerta esperando a que llegara Ángel. Se subieron ambos al coche en silencio. Ángel se tuvo que encoger para que sus largas piernas y torso cupieran en el habitáculo

–Debajo del asiento hay una barra horizontal, si tira de ella hacia delante puede echar para atrás el asiento, estará más cómodo.

No hubo respuesta, Ángel había abrazado de nuevo ese mutismo en el que parecía sentirse tan cómodo.

Cuando salieron del parking, el asfalto brillaba con el reflejo de las farolas por la fina lluvia que caía sobre Madrid en ese principio de octubre. El inspector condujo hábilmente por las calles de la ciudad, todavía rebosando de actividad en ese jueves a las once y media de la noche.

Adentrándose por las callejas de la zona centro, tras girar tres bocacalles, llegaron al edificio de la comisaría. El inspector López Bravo observó que el agente Moreno había estacionado el Ford Cougar de Ángel justo enfrente de la puerta.

Aparcó su Toyota al lado y volviéndose a Ángel:

–Ya hemos llegado

–¿Es aquí donde voy a dormir?

–No hombre no. Aquí sólo dejamos el coche, junto al suyo ¿no lo ha visto?

Silencio. El inspector bajó del coche y esperó a que Ángel saliera, lo cual hizo con dificultad y lentitud.

Comenzaron a andar en dirección al Barrio de Las Letras. En menos de cinco minutos el inspector Bravo se paró delante de un edificio antiguo, totalmente restaurado con gusto, de cuya fachada colgaba una discreta y elegante banderola que lo identificaba como hotel de cuatro estrellas.

Al entrar no encontraron a nadie en el minimalista mostrador de la Recepción. Un fino cartel de metacrilato solicitaba que para ser atendido se presionara el botón colocado entre las pantallas de plasma.

A los pocos minutos de pulsarlo apareció un muchacho que no podía tener más de 19 años, vestido con un uniforme de aires orientales que le podía identificar tanto como recepcionista como camarero.

–Buenas noches inspector

–Buenas noches Pedro ¿todo listo?

–Sí inspector, aquí tiene la llave. La factura se la enviamos a comisaría como siempre

–Perfecto

–¿Y si consume algo?

–Pues si consume que lo pague. Por cierto ¿está abierto el bar todavía?

Pedro sonrió

–Sí claro, estoy yo allí

Durante toda la conversación Ángel se había mantenido un paso detrás del inspector, éste se dio media vuelta

–¿Le apetece una copa?– su voz era neutra

Ángel le miró a los ojos un segundo y moviendo la cabeza hizo una rápida señal afirmativa.

Siguieron a Pedro que los guió a través del hall de entrada, pasando por los ascensores, hasta llegar a una zona diáfana acotada por altas palmeras naturales que se alimentaban de luz gracias al acristalamiento del techo, erigiéndose en una suerte de valla alrededor de un grupo de sillones cuadrados de grandes respaldos, enfrentados unos contra otros formando parejas.

El inspector López Bravo y Ángel tomaron asiento en una par de sillones, equidistante de la barra y del pasillo que llevaba hacia las escaleras, mientras Pedro esperaba de pié.

–¿Lo de siempre Inspector Bravo?

–No se me ocurre nada mejor.

Pedro miraba a Ángel discretamente esperando su petición. Ángel, con la cabeza agachada no se daba por aludido.

Pedro buscó la ayuda del inspector.

–Sr. Iglesias ¿qué va usted a tomar?

–Un Malta– farfulló al cuello de su camisa

–¿Perdón?– preguntó un azorado Pedro

Ángel hizo caso omiso a la pregunta de Pedro

–Un whisky de Malta ¿no sabes lo que es?

–Perdón Inspector. No había oído al caballero

–Me preocupaba que en tu escuela de hostelería no te hubieran enseñado lo que era un whisky de Malta– bromeó el inspector tratando de animar a Pedro y de aliviar la tensión que había provocado Ángel, algo que a éste no parecía importarle lo más mínimo. –Le pones un par de dedos o tres en un vaso bajo y ancho, de los de whisky, y no se te ocurra echar hielo, no es un cubata. Te traes una jarrita de agua

Pedro asintió nervioso y se giró hacia la barra. El inspector se relajó en su asiento, apoyando la espalda en el gran respaldo y observando a Ángel de reojo, que había retomado su postura encorvada, como si el sobre que parecía acunar en su regazo fuera un bebé desvalido al que hubiera que proteger “Va a acabar con serios problemas de espalda como siga mucho tiempo con esa postura” pensó.

Pedro llegó con la bandeja cargada con el whisky escocés de malta y la ginebra y tónica inglesas. Sirvió las bebidas y las depositó en la mesa con profesionalidad. El inspector esperó a que se hubiera alejado y cuando consideró que la distancia era oportuna, sacó su cartera del bolsillo de la americana y extrajo una tarjeta con el logo del Ministerio del Interior en la esquina superior izquierda. La colocó encima de la mesa y con el dedo índice la deslizó sobre la superficie hasta dejarla al lado del vaso de whisky de Ángel. La tarjeta lo identificaba como Eusebio López Bravo. Inspector Jefe, Comisaría del Distrito Centro.

La_Sala_de_Espera_del_Deposito_whiskyAl no obtener ninguna reacción de Ángel, finalmente decidió aclararse la garganta.

Nada.

–Sr. Iglesias. Hay algo que tengo que contarle– pausa, silencio e inmovilidad de Ángel –No hace falta que me mire si no quiere, sé que me escucha.

El tiempo, el espacio y sus habitantes parecían congelados.

–Hay algo que no le conté cuando estábamos en el depósito porque no me pareció el sitio adecuado.

Inútilmente esperó una reacción. Decidió entrarle a saco ya que los preliminares no le estaban dando ningún resultado.

–Sr. Iglesias ¿conocía usted con anterioridad el estado de Paula Reinoso, perdón, de su mujer?

Ángel sí reaccionó esta vez y le miró con ojos de niño interrogante

 –Sr. Iglesias ¿sabía usted que su mujer estaba embarazada?– con toda la suavidad de la que Eusebio fue capaz de imprimir a su voz.

Ángel se incorporó repentinamente y dio un manotazo sobre la mesa

–¿Y por qué coño no voy a saber que mi mujer estaba embarazada? Era MÍ mujer ¿se acuerda?¿Qué pasa? ¿Qué yo no puedo ser el padre? ¡Hostias!!!!!

A Eusebio le pilló casi totalmente por sorpresa esa reacción, aunque los años de entrenamiento facial impidieron que se tradujera en su expresión. Si algo no había esperado de Ángel era una reacción violenta. Lo anotó mentalmente también y se dijo que lo tendría que consultar con la psicóloga al día siguiente.

–En absoluto ha sido mi intención insinuar nada. Entiendo que el momento no es el mejor– empujando la llave de la habitación sobre la mesita hacia Ángel al igual que hiciera con su tarjeta hacía tan sólo cinco minutos –Mañana nos vemos en comisaría, Sr. Iglesias. Si no recuerda el camino me llama al número de la tarjeta, en el móvil me localiza las veinticuatro horas del día.

Acabó la frase incorporándose.

Al darse cuenta, Ángel a su vez se incorporó y extendiendo el brazo derecho para apoyar la mano con firmeza sobre el hombro de Eusebio, prácticamente le obligó a volver a sentarse dada su envergadura, el doble que la del inspector. Pero el gesto fue suave, no había ninguna violencia en él.

–Perdóneme. Esto no es fácil– hablaba mirando a la mesa, no a Eusebio –Yo no suelo ser así. Acábese la copa conmigo, por favor.

Eusebio se volvió a sentar sin decir nada. Ángel acariciaba su vaso de whisky con las dos manos, Eusebio se reclinó hacia atrás en el sillón, aguantando el vaso largo de gin-tonic con la mano derecha.

Así pasaron 20 minutos hasta que solo quedó un residuo de agua en los vasos de ambos. Durante todo ese tiempo no se dirigieron la palabra, ni tan siquiera se miraron.

Eusebio se levantó y fue seguido por Ángel, con movimientos lentos pero más firmes.

Ya dentro del ascensor pulsó el primer piso. Por el pasillo fueron uno detrás del otro sin hablarse hasta llegar a la habitación.

Eusebio abrió la puerta y dejó la llave electrónica en el interruptor de la luz del pasillo puesto que Ángel ni la había recogido de la mesa del bar. Al ir a girarse de vuelta, la mano de Ángel se posó sobre su hombro

–Gracias.

–Hasta mañana.

–Hasta mañana.

***

Capítulo Quinto

 

Eusebio se paró a subirse la cremallera del anorak debajo de la marquesina, a la salida del hotel. Se examinó la ropa, toda comprada en hipermercados, cómoda, sin complicaciones. Nunca le había importado su aspecto externo, ni de joven ni ahora con la perspectiva de los cincuenta a la vuelta de la esquina.

Sí, le jodía quedarse calvo.

Era algo irracional, visceral, un pensamiento que apartaba de su mente según aparecía, pero en noches de lluvia como ésta le repateaba todavía más. Sentir las gotitas mojando su cuero cabelludo desnudo le enfurecía, pero nunca se pondría uno de esos ridículos gorritos de lluvia, era ya mayor para capuchas y llevar un paraguas era totalmente desaconsejable en su profesión.

A pesar de la lluvia le tentaba la noche, le tentaba acercarse al garito en cuyos aseos fue encontrada Paula Reinoso hacía menos de 24 horas. Miró el reloj, la una y media de la madrugada. Por la mañana tenía que levantarse temprano y no quería una mañana con el tambor de los gin-tonics martilleándole el cerebro. Tenía que repasar el expediente y pensar muy cuidadosamente las preguntas que le haría a Ángel Iglesias. Hoy le había pillado por sorpresa, era muy inteligente, lo recordaría, el dolor no anula la inteligencia de las personas, es más, puede que hasta la agudice. Ángel Iglesias podía ser un arma excelente en la investigación pero si no sabía utilizarla bien, como todas las armas, se podía volver en contra suya.

Se subió el cuello del anorak y con pasos ágiles y rápidos volvió a la comisaría a recoger su coche. Condujo por la Gran Vía hacia Princesa y de allí hacia la M30 para llegar a su casa en el Barrio del Pilar.

Ése es, y siempre había sido, su barrio de toda la vida.

Su madre había quedado viuda relativamente joven, antes de los cuarenta, y tuvo que ponerse a trabajar de lo único que podía hacerlo una mujer sin más que estudios primarios en aquella época: limpiando casas. Al menos, la exigua pensión que cobraba de su marido, policía nacional en vida, le cubría la letra del pisito de 50 m en el que criaba a Eusebio, a su hermano menor Santiago y a la pequeña de la casa, Isabel.

–Al menos tenemos el piso– suspiraba la madre de Eusebio cuando las cosas iban mal –siempre lo podríamos vender…

A pesar de todas las penurias, la madre de Eusebio se sentía superior a sus vecinos siendo propietaria de su vivienda, todos ellos viviendo de alquiler –Lo mejor que pudo hacer mi difunto Eusebio, comprar el piso- repetía a la del primero cuando ésta se daba aires ante ella y la miraba con falsa compasión al verla subir las escaleras encorvada después de ocho horas de trabajo en casa ajena.

Seguía viviendo en su pisito, ahora sola después del abandono del nido. La artrosis y dos hernias discales mal curadas la habían jubilado anticipadamente. Eusebio y sus hermanos pagaban a dos señoras que estaban pendientes de ella todo el día en turnos de 12 horas. Santiago, que era médico, se encargaba de que nunca le faltaran analgésicos aún a riesgo de crearle alguna pequeña adición.

Por fin Elvira vivía como una pequeña reina en su modesto piso de una de las muchas calles con nombres gallegos del barrio.   

Sus hermanos pequeños habían huido del barrio en cuanto pudieron. Él no. No quería darle la espalda a sus orígenes y en cuanto tuvo usoLa_Sala_de_Espera_del_Deposito_Eusebio_bajo_lluvia de razón decidió que quería ser policía, como su padre, es lo que tiene ser hermano mayor y cabeza de familia prematuro. Eso sí, él tuvo más suerte o fue más espabilado y no le había ido mal en el cuerpo, hacía más de quince años que no patrullaba las calles.

Se había comprado un piso nuevo de 100 m2 en la zona noble del barrio, yendo hacia el Metro Herrera Oria. No necesitaba tanto espacio, ni se le había pasado por la cabeza formar una familia, pero era el tamaño estándar, de hecho, su piso había sido el piso piloto de la promoción.

Sus aspiraciones familiares pasaban por que su madre estuviera siempre bien atendida, y por comer los sábados en casa de Santiago y los domingos en casa de Isabel, si no había ninguna exigencia laboral que lo impidiese. La algarabía en casa del primero con cinco niños entre ocho y dos años (tres de ellos trillizos naturales) satisfacía con creces su insegura vocación paternal.

La casa de Isabel casada desde hacía diez, era sin embargo un remanso de calma. No había tenido hijos y aunque indudablemente a Eusebio le preocupaba la razón, nunca se lo había preguntado porque ella no le había dado pie a ello. Se la veía feliz, colmadas todas sus necesidades y caprichos, con un marido que la adoraba y se desvivía por ella. Al final era una continuación de lo que había vivido en casa desde pequeña, la princesita. Pasó de ser la niña de su padre a serlo de sus hermanos y finalmente de su marido.

Ya había llegado al garaje de su casa. Subió y fue directamente a la cocina. Sacó jamón serrano de la por otro lado, casi vacía nevera. Tomó nota mentalmente de que le tenía que dejar dinero en la mesa de la cocina a Juana para hacer compra, menos mal que no la importaba hacerse cargo de estos pequeños encargos aparte de sus labores en la casa.

Era ecuatoriana y en realidad se llamaba Yoana, escrito así, fonéticamente. Eusebio alzó una ceja al enterarse

–¿Cómo Juana en inglés?

–Sí señor, así es– respondió con una expresión entre orgullosa y desafiante

Mirando con ojos divertidos al retaquito moreno que no alcanzaba el metro cincuenta con tacones, le respondió con suavidad

–Es que yo no sé inglés así que puedes empezar mañana pero yo te llamaré Juana

Enfurruñada, visiblemente molesta, masculló

–Como guste el señor.

De eso hacía ya dos años y ella seguía frunciendo el ceño cada vez que la llamaba Juana, pero por lo demás hacían una pareja ideal. Él nunca estaba en casa por lo que Yoana tenía total libertad de movimientos y autonomía para decidir qué hacer y cuando, aparte de un importante sueldo fijo al mes, con contrato, seguridad social y un mes de vacaciones para volver a su tierra.

A cambio, se encargaba de todo lo doméstico de la casa, limpiar, la colada, hacer la compra, preparar comida para calentar en el microondas… Apenas se veían pero tenían una fluida comunicación a través de notas en la mesa de la cocina, o telefónica, gracias al móvil que Eusebio le había regalado.

Dejando el jamón fuera para coger temperatura fue a su habitación para quitarse el traje de faena y ponerse una camiseta de manga corta, lo más parecido a un pijama que soportaba ponerse. Cogió el teléfono con su base inalámbrica y por el camino le dio al botón de revisar mensajes.

–Mensaje número 1. Recibido ayer a las veintidós horas, quince minutos:

–Hola Eusebio, soy Fernando: Espero que hayas podido sacarle algo al del Cougar, no tenía pinta de largar mucho. Ya he llamado al –Gabinete– y mandan a Teresa mañana a las ocho. Hasta mañana.

Dio al botón de responder con llamada. Dejó el teléfono sonando pero Fernando tampoco estaba en casa. Saltó el contestador:

–Hola Fernando, Eusebio.

Gracias por acordarte de llamar al Gabinete, me alegro de que manden a Teresa, tiene muy buena mano.

Te tengo que pedir algo para mañana. No vayas a la comisaría, vete directamente al hotel. Pregunta si ya ha salido Ángel Reinoso, si no, que es lo que espero, quédate por allí discretamente y si lo ves salir, síguelo, si decide no venir a declarar a comisaría quiero saberlo cuanto antes. De todos modos te llamo a primera hora al móvil por si no duermes en casa.

–No hay más mensajes. Para acceder al menú principal…– Eusebio cortó la comunicación con el contestador.

Puso la mitad del jamón en un plato, sacó un bol lleno de picos y se sirvió una copa de buen vino tinto de la vinoteca de la cocina, uno de los pocos caprichos que se había permitido a lo largo de estos años de solvencia económica. Encendió la tele de la cocina y con las manos, empezó a comer jamón.

En la tele ponían uno de esos programas de chismes que no entendía muy bien porqué se les seguía llamando del corazón,cuando no había nada de sentimiento en ninguna de las noticias que daban.

Alguna vez, por motivos profesionales había tenido que bucear un poco por esas aguas, y eran sucias, muy sucias, sólo sexo, alcohol y droga, todo a la venta, todo muy caro. Prefería encontrarse con lo mismo en sus antros de detrás de la Gran Vía, allí por lo menos no se maquillaba ni disfrazaba el mercado ni la mercancía.

Esos pensamientos le devolvieron a Paula Reinoso. La habían encontrado en un antro parecido, pero no en los aledaños de la Gran Vía sino en la zona de Malasaña ¿Qué hacía una hermosa mujer como ella, que ya no era ninguna adolescente ni jovencita, pinchándose una dosis de heroína en un sitio como ése? Bien vestida, bien casada ¿qué buscaba allí? ¿qué había perdido? O quizás ¿qué quería perder, olvidar?

En fin, no tenía ningún sentido darle vueltas sin ningún tipo de dato a mano. Lo mejor era acabar lo que quedaba de noche en la cama, levantarse mañana temprano y llegar a la comisaría antes de que llegara la psicóloga para empaparse los papeles un rato. Entretanto su cerebro trabajaría por su cuenta mientras dormía.

 

© Mara Funes Rivas -  Enero 2013


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