Un amigo me trajo esta botella del que considero el más ambicioso de los vinos blancos mexicanos. Luego de volverlo a catar después de casi dos años, sólo se ha confirmado mi impresión general. Pero debo moderar mi entusiasmo.
Se ha acentuado la fruta en el bouquet, sobre todo lima, duraznos y toques de piña. Además de una crianza muy bien trabajada, las notas a miel y cera de abejas redondean un perfil aromático quizá "obvio", aunque siempre evocador. El paladar es cremoso, ha ganado peso, y la fruta además de tropical, es sensual. Notas de mantequilla se combinan con toquecitos tostados y una acidez muy refrescante. Pero el final pierde empuje y tensión. En resumen es un vino muy bien logrado y de equilibrio sobresaliente, y me recuerda a mi patria como pocos.
Vino de nombre tan pomposo como enorme es el vino en sí mismo. Dorado brillante. Nariz espectacular, de miel, cera de abeja, ajonjolí tostado, hierba fresca; aireado presenta una cremosidad inolvidable, y la madera se expresa con dulces notas de vainilla en perfecta armonía con acentos intensos de flores, lácticos y miel. En boca es esbelto y sensual, con un ensamblaje bárbaro entre pera, guayaba y flores. Pero lo mejor es su terminado eterno de miel, néctar floral y membrillo.
Un tremendo vino, seductor, un gran logro de la enología mexicana que no sé definir como maestría o como magia.
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