Más que un vino, una emoción

El vino parte con una excelente presentación, con una botella de hombros anchos, de tonalidades sencillas, blancas y grises, que le dan elegancia al continente. Además, la botella viene enclaustrada en una preciosa caja, a modo de primoroso cofre con las mismas tintas, anagramas e imaginería de la botella. La picea, esa conífera de la familia de las pináceas, tan apreciada en la fabricación de violines y guitarras, se convierte en el emblema referencial de la bodega y de este impresionante vino riojano sin parangón. Corcho de muy alta calidad, flexible, de buena longitud, fino y poco poroso, del que aparece solo maculado con tonalidades casi negras, tras el descorche, su plano inferior.

El vino presenta una visual de tonos granate, de capa medida-alta, con algo más de extracción antociánica que otros referentes en la zona. Menisco degradado. De lágrima muy fina, no tintada. A pesar de no ser muy luminoso, tiene esas tonalidades tranquilas, reposadas, que recuerdan a un paisaje de otoño y que invitan a la contemplación sosegada.

En nariz, es todo un espectáculo. Emocionante, desde que uno se asoma con delicadeza a la inmensidad de su paisaje, lleno de frutas rojas bien maduras, de cerezas picotas negras y jugosas, refrescantes y dulces, envueltas en sugerentes notas especiadas, de vainillas y especias muy sutiles, casi pinceladas, respetuosas en todo momento con la esencia más primaria que proviene del viñedo. Unos balsámicos envolventes surgen en todo momento para dar volumen e intensidad al vino, para transportar con frescura el abanico de aromas, complejo y profundo, que emana de la copa. A la fruta roja bien madura, siempre en primer plano, se unen notas de naranja confitada, de cítricos muy maduros. Recuerdos de hierbas aromáticas, de tallo de espliego, de regaliz, de flores de monte mediterráneo. Muy fino, sutil, elegante, extraordinariamente equilibrado y armonioso. En evolución, la maderas se atreven con notitas algo más tostadas, de azúcar quemado, pero siempre guardando las formas de una excelente fruta que destaca sobremanera en la complejidad, primorosa, del conjunto. Y todo ello, con el plus añadido de resultar un vino respetuoso con la tipicidad: desde el primer momento hay evidencias más que notables de su origen, de su terruño riojano, identificables sin duda en unas notas de cerezas y finos cueros que delatan, para nuestro disfrute, su procedencia.

En boca, destaca de nuevo por su finura, su elegancia. Frutal, con notas francas de cerezas maduras y frescas. Los taninos están completamente limados y afinados: le dan estructura y algo de volumen al vino, pero haciéndolo a la vez ligero en el paso, suave, fino, sedoso como un guante, elegante una vez más. Equilibrado. Exquisitamente minieral, con esas notas salinas que lo hacen tan interesante y le sirven de contrapunto afinado a una cierta golosidad que lo hace muy apetecible. De longitud media, deja recuerdos especiados y frutales. La retronasal reproduce todas la sensaciones de la nariz, en un derroche de aromas finos y profundos de los que cuesta trabajo desprenderse.

Está en un momento excepcional. Lo que en estos momentos me he encontrado en la botella se me antoja difícilmente superable. No puedo aventurar su evolución futura. Quién puede saberlo... Sólo puedo decir que, ahora mismo, es más que una delicia.

En definitiva, uno de esos pocos ejemplos de vinos de los que uno puede decir, a ciencia cierta, que emocionan. La emoción es una experiencia subjetiva, personal e intransferible, tan primitiva que resulta difícil de esconder, falsear, o vestir con disfraces artificiales. Este vino, este Picea 650, ha conseguido lo que muy pocos vinos, emocionarme y transmitirme infinitas sensaciones y recuerdos. Qué más se le puede pedir a un vino. Quizás las palabras, aunque he escrito muchas, sobraban todas.

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