Vista: Rojo picota algo gastado, de capa alta y con el ribete estrecho diferenciado en tonos rubí. Limpio y brillante. Lagrima abundante, densa, gruesa y de caída lenta que tinta profusamente la copa.

Nariz: Intensa, exuberante, profunda y penetrante, elegante, derrocha clase, compleja, bien definida y con extraordinaria persistencia. Nos reciben frutos rojos maduros y ligeramente licorosos, para ir evolucionando hacia aromas de nuez moscada y vainilla. Después aparecen notas de avellanas tostadas, maderas nobles, ebanistería, crema pastelera y cacao.

Boca: Entrada portentosa, plena de vigor, potencia, intensidad y volumen, que conjuga con maestría con la delicadeza y amabilidad, llenado la boca sin resultar agresivo. Se presenta con mucha presencia y cuerpo, pero resulta sabroso y muy agradable. Dotado de una estructura para durar muchos años, bien equilibrada, con acidez, alcohol y taninos compensados. Recorrido largo y persistente, redondo y de tacto sedoso. Se prolonga la fruta percibida en nariz, igualmente licorosa pero sin pecar de dulzona. Menos evidentes las especias y más marcada la crianza, que se muestra como buen complemento de la fruta, abandonando la cremosidad del roble nuevo y mostrando notas de almendras garrapiñadas, tostados y café. Postgusto intenso y persistente, ligeramente amargo, que deja sensación plena y muy agradable.

Cuantas veces he leído eso tan manido del "paisaje en la copa". Pues los vinos de Carmelo Rodero son de los que dan significado al tópico. Al disfrutar de una de sus referencias me vienen a la mente esos pueblos tan acogedores de Castilla y León, que en invierno huelen a leña y lechazo, y esas fincas de su entorno que albergan viejas viñas plantadas en vaso.