Cada vez que me encuentro delante de uno de estos vinos me producen una sensación que es como mirarme hacia mis adentros, su intensidad es tan sincera que da casi miedo avanzar. La frutalidad en su expresión máxima, nos recuerda a la uva fresca pero también a la pasificada. Hay aromas de almíbar, miel tostadita, hierbas medicinales y aromáticas, notitas de té y camomila, pero también sale con fuerza el melocotón, la piña y la melaza como garrapiñada. Algo que te recuerda al eneldo, y si te dejas llevar hay arena de playa y fósiles marinos, con notas de salitre y hasta piedra pómez. Membrillo y compota de críticos maduros. En boca es cremoso, tostado, envolvente, egoístamente acaparador de cada rincón, avellanado, con sabores de nueces en almíbar, manzanas al horno y muy buena acidez, no tanta como los Sauternes, pero la suficiente como para desear desesperadamente salpicar tu boca con otra gota de este néctar divino. Un vino a la antigua, más aptos para el consumo del Alma que para lo físicamente mundano. Un néctar.