Olvidada en una bodega anárquica, esta botella descansaba en el suelo como un mexicano bajo su sombrero. Visto que había dormido suficientemente - 12 años de siesta - la hemos despertado vigorosamente retorciéndole un sacatapón en su cabeza de corcho.
De color rubí oscuro, denso, firmamente asentado, exhala aromas sutiles de hueso de aceituna negra, de ciruela damascena, de cuero viejo y de piedra mojada. Paulatinamente, aparecen notas de paloduz y de caza menor que van componiendo un verdadero bouquet : a ciegas, nos remite al de un Saint-Joseph añejo. En boca, tiene un buen ataque, una acidez moderada, un equilibrio magistral entre la fruta negra, golosa, y los taninos pulidos que recuerdan - al cabo de un par de horas de aireación - al sabor ferrugíneo de una hoja de cuchillo. El regusto perdura en el paladar un buen rato, entre zarzamoras, agua de violeta y piedra berroqueña. Redondo, elegante, profundo, complejo, maridó armoniosamente con un asado de ternera lechal y los últimos rebozuelos de la temporada, rebozuelos gigantes pasados por la sartén con patatas al vapor y perejil rizado : la sencillez voluntaria.
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