La conquista por el sabor

Suculent es un lugar para aquel que únicamente está buscando el placer culinario. Su nombre es un juego de palabras entre “suculento” y “sucar lentament”, en castellano, mojar lentamente. En esta casa de comidas, oficia Antonio Romero, joven cocinero con una dilatada carrera por espacios como El Bulli, Arzak o Pic en Valence.

Espacio ni para dejarse ver ni para ser visto. Sin la decoración de ningún famoso interiorista para aparecer en las revistas de tendencias y estilo de vida. Únicamente comida y bebida. En este contexto “simplista” pero difícil de ejecutar, surge el placer gastronómico.

Bocados sabrosos, con personalidad, sin ninguna timidez ni muestra de pesadez. Los puntos de los productos y las salsas se abrazan para ser un conjunto casi indivisible en la boca. Además en un buen número de los pases, está presente un elegante brochazo de acidez que además de equilibrar, ayuda a preparar el paladar para el siguiente bocado. En Suculent, se tiene la sensación que Antonio Romero se explaya sin ningún tipo de presión con solo una finalidad, que la comida sea puro placer. Talento e ideas claras.

Comenzamos con un boquerón marinado. Piel brillante, textura que roza la crudeza, vinagre y limón para un bocado que abre las papilas gustativas gracias a la acidez.

La croqueta de bogavante, sepia y gamba es el ejemplo perfecto para darse cuenta que la cocina de Suculent va en serio. Sabor, sabor y sabor gracias a la generosidad en el relleno. Nada que ocultar y todo que mostrar. Una croqueta verdaderamente sobresaliente. Empieza la blasfemia.

La codorniz en escabeche resulta sutil en su acidez. De textura tersa, casi melosa. Bocado fino que recupera al paladar. Notable.

El ceviche de gambeta roja y aguacate es de una elegancia suprema. La incorporación del aguacate frena la potencia ácida, de forma que el plato gana en armonía y equilibrio. Se reconocen todos los sabores. De nota.

El crujiente de pollo y tartar de bogavante me emociona. Un mar y montaña sabroso, gustoso, que se disfruta desde el primer mordisco. Una muestra que la emoción en gastronomía puede proceder de muchos frentes. Una barbaridad.

Las alcachofas con papada ibérica son un ejemplo de sencillez perfectamente ejecutada. Verdura asada mediante suave brasa y una salsa de picada catalana con un fondo de caldo de pollo que actúa de hilo conductor entre lo vegetal y lo cárnico. Rico de verdad.

El canapé de cresta de gallo hace que se me agiten las piernas. Movimiento que expresa alteración gastronómica. Surge la expresión: “Joder, ¡Cómo está esto!”. Texturas crujiente (de nuevo con el pollo) y melosa la de la cresta. Pura perfección la sensación en boca. La salsa hoisin y la picada cruda luchan entre sí sin que nadie se lleve el gato agua. Para comerse un carro. Pura y sobresaliente suculencia.

La calabaza, con crema de parmesano y trufa es un plato apetecible, aunque con un ligero punto de dulzor debido a ese cocinado lento de la calabaza. Queso y trufa aúpan el conjunto pero con esa base final golosa.

El lomo de atún con emulsión de piñones también reconforta. El pez casi a modo de tataki. Destaco la temperatura a la que se sirve que acompaña la degustación y mejora el gusto.
Ese punto untuoso y ligeramente dulce se enfrenta con la ligera acidez de un tomate maduro. Muestra de cocina aparentemente simple, pero donde todas las elaboraciones están muy pensadas y medidas.

A continuación el calamar con foie a la brasa, kimchi de maíz y piel de lima. Probablemente el plato más complejo de este menú. A destacar las diferentes sensaciones. Por una parte picante y ácido (siempre elegante), por otra esas notas untuosas de grasa junto con la necesidad de hincar el diente al cefalópodo. Emplatado muy adecuado para que todas esas percepciones descritas aparezcan casi a la vez, buscando la unión entre los diferentes ingredientes a la hora de degustar. Inteligente, sabroso, diferente, placentero.

Se finalizaría con el costillar ibérico con coco y jugo thai. Lo primero resaltable es la textura de la carne, la facilidad con la que la misma se desprende del hueso. Prácticamente, la urdimbre y el contexto te invitan a comer con las manos. La frescura del jengibre y la acidez de la lima provenientes del jugo thai desengrasan la boca en cada bocado para volver a atacar el costillar. De nuevo, el “¡Joder, qué bueno!”

El primer postre fue media ración de quesos junto con una excelente mermelada de pera y un un muy adecuado crujiente de pan. Los quesos ofrecidos a muy buen temperatura. En concreto un Gouda viejo, un Saint Agur de mayor cremosidad y finalmente un Morbier con un punto de mayor intensidad. Buenas elecciones.

El pastel de chocolate con avellanas y mandarina resulta un postre de línea más clásica. Remarcable, la textura crujiente de la galleta de avellana sobre la que se aposenta el chocolate rematado con la fruta ligeramente caramelizada. A un menor nivel que la cocina dulce, pero fiel a ese punto de sustancioso.

Suculent es uno de esos sitios que cuando sales ya quieres volver. Por buscarle un simil en Madrid, Suculent me ha recordado a Triciclo. Lugares ambos donde la cocina está por encima de todo lo demás y donde se tiene la sólida sensación que siempre habrá algo que te encandile.

Se percibe el acabado y la redondez de los platos, las adecuadas temperaturas, el contraste entre elementos. La aparición y fluidez de un tipo de acidez que ayuda a un menú prolongado, abanderando momentos de armonía y frescura.

Post completo y fotos en http://www.complicidadgastronomica.es/2017/03/suculent/

Entorno 6,5
Servicio del vino 6,5
Comida 8
RCP 8

  1. #1

    Joan Thomas

    Esas crestas están riquísimas. Es un restaurante al que cuando tengo la oportunidad, vuelvo sin pensármelo dos veces.
    Saludos

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