Buen local, sólido, consistente, de decoración moderna y minimalista, a base de colores sobrios y madera. Tiene un reservado fabuloso, como un amplio cubículo blanco con capacidad para +/- 15 personas, que dispone de acceso y baño propio. Nos acomodaron en él. Una gozada.
Perfectamente equipado: mantelería, vajilla, cristalería y demás, de nivel.
Mano sabia en cocina, que imprime a los platos sencillez y precisión, obteniendo siempre el punto perfecto para degustar plena y desnudamente el sabor de las excelentes materias primas que maneja, procedentes en su mayoría de los mercados de la zona de Orio.
---> Entrantes:
• Pulpo a feira
• Pimientos del piquillo con su salsa
• Croquetas de morcilla pintadas con crema de alubias
• Kokotxas de merluza rebozadas
---> Principales:
• Besugo a la Parrilla
• Sapito de Costa a la Parrilla
---> Postre:
• Queso Idiazábal con membrillo
Tal como anunciaba cuando definía su cocina, todo estaba delicioso. Ni una virguería. Y ni un pero.
Nos dieron lo que esperábamos, que no era otra cosa que excelente materia prima muy bien tratada: el pulpo, con un toque final braseado que le daba un puntillo delicioso; los pimientos, carnosos y sabrosos; la croqueta, en forma de albóndiga achatada, sabía a lo que contenía, a morcilla de Burgos, y llevaba como un botón de crema de alubias negras que le otorgaba un aire muy de cocido norteño; las kokotxas, con ese rebozado fino que las hacían más jugosas si cabe y absorbiendo algo de la grasilla; el besugo, estupendo, aunque superado por el sapito (rape de ración) que estaba inconmensurable.
Aunque yo no lo pedí, sí quise probar del plato de otro comensal, por su originalidad, algo muy curioso que, pese a su simplicidad, muy en la línea comentada de cocina, merece capítulo aparte: el solomillo empanado. Cuando salió a saludarnos, el cocinero y propietario nos contó que lo inventó un día cuando un cliente habitual del anterior restaurante donde trabajaba, viajante, cansado de comilonas, le pidió algo normal, natural… Le comentó que en cocina se estaban preparando para ellos las puntas sobrantes de los solomillos, las que cortan para su mejor presencia antes de servirlos, rebozadas, que si le apetecía… Y así surgió. Parece una tontería, pero yo nunca lo había probado ni visto, y estaba realmente bueno. En este caso no era la punta, era un señor solomillo.
Carta de vinos clásica y correcta, igual que su trato. Tomamos un cava con los aperitivos, Agustí Torelló, y un tintazo, Emilio Moro, con los segundos.
El servicio, perfecto, comandado por la propietaria.
En definitiva, cuando me apetezca comer alguna buena carne o pescadito del Cantábrico en Zaragoza, ya sé dónde ir.
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