Adentrarse en La Almounia es lo más parecido a sumergirse en el salón del trono de algún califa marroquí de hace 500 años. Sus paredes y techos llenos de yeserías policromadas y sus mesas bajas de grandes bandejas latonadas te sacan del ruido y bullicio de Madrid para transportarte a la Medina de Marrakech, donde un servicio atento y tradicional te hace olvidar todo lo que se encuentra más allá de su pesada puerta de madera.
Para empezar, la casa invita a unas pequeñas albóndigas en una deliciosa salsa especiada con comino y otros misteriosos condimentos que se niegan a revelar. El pan es una hogaza a la antigua, en cesto de mimbre, con un mágico sabor a anís. Siempre que voy me tomo el cous cous de cordero, el mejor que he probado jamás: un plato de sémola, cebolla caramelizada, garbanzos, zanahoria, un cordero recental sin un gramo de grasa y unas sultanas dulces y jugosas que, puestos juntos, hacen el bocado perfecto. Además, un cazo de caldo que se adereza con picante que, cuando se añade al plato, va haciendo que la sémola crezca y crezca como la incauta Alicia después de probar la tramposa galleta. Mientras comes, el plato parece que nunca acaba pero, cuando llega a su fin, te gustaría rebobinar para poder disfrutar de nuevo de un manjar digno del más viajado bereber. También hay brochetas, tajines, verduras y diferentes carnes especiadas pero, sin duda, el rey indiscutible es el cous cous.
Para acompañar, una recién mejorada carta de vinos donde prima lo español y el precio es razonable y ajustado. Copas aceptables sin grandes derroches.
El carrito de postres, para los que puedan llegar, está lleno de pastelitos de recetas que han permanecido intactas durante siglos: de sémola y almendras, de azúcar y canela, de pistachos, dátiles, etc pero, sin duda, el pestiño de miel es la estrella de todos ellos. Cuando no puedo más, siempre pido otro.
Para terminar, un té de menta para pensar que bajamos todo lo consumido, una mano a la tripa para ver que aún llegamos y a cruzar la puerta de nuevo hacia el ruido…