Es conocido en Barcelona que el antiguo Velódromo ha reabierto sus puertas, de la mano de la cervecera Moritz y con el gobierno en sala y fogones del cocinero Abellán. Por allí nos acercamos el otro día tres personas, con el afán de picar y comer, primero en barra y, después, sentados a la mesa. Ya delante de los grifos, dos detalles vergonzantes anunciaban el desastre: pedimos unas "gildas" a un camarero que tuvo que preguntarle a otro qué eran las "gildas"; al rato, otro presunto camarero, a voz en grito, dijo algo de "estar hasta los cojones", mientras los clientes nos dedicábamos miradas de incredulidad. Tras esos detalles, nos sentaron a una mesa, en donde comimos unas croquetas aceptables, unos calamares que tan sólo sabían a rebozado y cuatro anchoas de medio pelo (buen calibre, poco bouquet y excesivamente saladas). La hora del vino se eternizó, pues, a partir de una carta que denominaría anodina, nos perdimos en discusiones con un esforzado camarero que ya tenía bastante con el caos reinante en la sala (ver al personal correr sin rumbo entre las mesas es una imagen que francamente Albellán, con su experiencia, nos podría ahorrar). En esas estábamos cuando de repente un insoportable olor a disolvente inundó el sector en que nos encontrábamos. Sorprendentemente, fuimos los únicos en quejarnos (la maitre nos dijo que andaba medio mareada con el químico olor), un detalle que dice mucho de la tibieza del barcelonés ante los desastres actuales de la gastronomía. Nos trasladaron al piso superior, donde un ufano Berasategui andaba ya en los cafés (se había sentado al mismo tiempo que nosotros). Y el tiempo pasó. Hasta que, tocadas las cuatro de la tarde (nos habíamos sentado a la mesa a las 14.30 exactamente), nos levantamos sin poder degustar las viandas pedidas, con la mesa vacía, entre perdones de un camarero sudoroso y apenado. No puedo, por tanto, hablar de lo que se come en el nuevo Velódromo; sí del lastimoso servicio, que no ha sido preparado, ni siquiera instruido en las más básicas maneras del buen camarero. Un último apunte, éste más subjetivo: en la sala, algunos viejos clientes del local se mostraban contentos y emocionados con la apertura del bar, ignorantes todavía, creo yo, de que el nuevo Velódromo poco tiene que ver con el viejo, salvo en las apariencias: un "revival" de cartón piedra a la barcelonesa con el engañoso cartel de la nostalgia. Poco tardarán en aparecer los anhelados turistas. Y con ellos la conocida combinación barcelonesa de caro y malo.