Ubicado en ese delicioso tramo de Conde Altea en el que se agolpan restaurantes con encanto con estrechas y sugerentes terrazas y camareros invitándote a entrar.
Habíamos pasado mil veces por ahí y mil veces habíamos comentado eso de “algún día tenemos que venir aquí a cenar”. Nos atraía todo: desde el nombre -Lambrusquería. Pane vino e fantasía- hasta el interior que se vislumbra desde la entrada, pasando por la graciosa terraza. Todo menos el tipo de comida, italiana, que no es precisamente nuestra preferida.
Al final, después de muchos años, sucumbimos a la tentación y entramos.
Se trata de un modesto local con dos estancias anexas pero estancas, de tal modo que los camareros pasan de una a otra por la calle. Ambas son muy similares, una más espaciosa que otra, totalmente abiertas a la acera y a la terraza y con decoración a base de mucha madera: mobiliario, estanterías, parabanes, botelleros, barricas… Paredes enfoscadas, algún bodegón moderno, plantas y, como protagonista absoluto del restaurante, y es lo que nos cautivó, la iluminación. Ni una luz cenital, toda la sala repleta de velas, muchas de ellas en botellas de vino que exhiben una gran capa de cera de tanto consumirse en ellas velas y velas y más velas.
Tiene una atmósfera especial y, pese a lo que pueda parecer tras la descripción, no es un lugar “de parejas” sino más bien todo lo contrario, pues está frecuentado en su mayoría por animosos grupos de jóvenes.
La cocina es, evidentemente, italiana. Muy básica, mediocre, anodina.
No tienen carta, ellos te van sacando lo que les parece hasta que dices basta o pides más. Siempre platos al centro:
• Coppa. Un fiambre italiano que a la postre fue lo mejor de la cena.
• Hojaldre manzana, trufa y queso. Flojo.
• Masacarpone con gorgonzola. Una crema para untar, interesante.
• Carpaccio de solomillo buey con parmesano. Nada nuevo ni destacable.
• Ensalada de queso cabra, pasas, frutas y nueces. Sin ningún aliciente que comentar.
• Tagliatelle con trufas setas y carne. Discretos.
• Strozzapreti con tomate y pesto. Curiosa pasta, como un macarrón alargado fino, denso y retorcido, que no estuvo mal.
• Semifrío de champagne. Un postre que no me gustó nada, muy empalagoso, como con exceso de carga de mantequilla, mascarpone…
Carta de vinos cortita pero con unas cuantas referencias italianas. Tomamos, por capricho de mi acompañante y por hacer honor al nombre, un lambrusco tinto que, dentro de lo que odio yo este tipo de ¿vinos? fue de los mejores que he probado. Copas mejorables y sin mimo alguno.
Servicio joven, rápido, alegre pero sin miramientos.
Pues eso, ya hemos ido, nos hemos quitado de encima esta cuenta pendiente, y la experiencia no se puede decir que fuera negativa, pero no creo que volvamos.
A mi eso de las luces de vela como que me parece para guiris y gente que no quiere saber muy bien lo que come... A mi me gusta un plato que tenga la comida luz y brillo, que se vea fresco, el plato y el producto fresco transfieren luz y brillo, cosa que no pasa con lo congelado o no tan fresco... Ahora viendo la zona y para la gente que se dirige pues entiendo que pueda gustar esos "romanticismos" de feria...
Hola Rubén,
No te discuto nada de lo que dices en el tema gastronómico, pero en el plano romántico no comparto para nada eso de "romanticismo de feria".
No hay nada más romántico que cenar a la luz de las velas o a la luz de la luna. Evidentemente no me lo he inventado yo, es algo comúnmente aceptado.
Otra cosa es que superpongas el tema gastronómico al tema romántico, lo acepto, por supuesto.
Pero el exceso de luz o las luces desaborías matan el romanticismo. Y no creo que haya que ponerle un flexo a un plato como si fuera un interrogatorio...
;-)
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