Muchas luces y alguna sombra

Desde que conocí Samsha hace más de cinco años, y tras varias visitas con bastante buen sabor de boca como resultado, siempre me he preguntado porque este restaurante no ha sido considerado nunca entre los grandes de Valencia ni más conocido y nombrado en los mentideros gastronómicos o entre el público en general. Quizás mi última visita el pasado sábado ha respondido a esta duda.
Samsha continúa siendo un local atractivo en su decoración, correcto en su servicio de mesa (cierto es que nada de esto ha cambiado un ápice desde que lo conozco) e intachable en su atención al cliente en la sala. Y cierto es que la propuesta culinaria de Víctor Rodrigo no ha perdido vigencia en su modernidad e innovación y logra la sorpresa en muchas de sus creaciones, sin olvidar uno de sus atractivos como es el acertado maridaje de panes con cada uno de los platos. Sin embargo, algunas sombras (menos que las luces, desde luego) aparecen durante el tiempo que uno pasa disfrutando de la sucesión de platos de las más variadas formas, colores, texturas y sabores que desfilan ante su vista, olfato y paladar, lo que seguramente no puede permitirse un restaurante que aspire a competir con los grandes.
En nuestra última visita decidimos probar el menú 7 sentidos. Ante todo mi reconocimiento (espero que nadie se enfade por desvelar la sorpresa) por la original idea de abrirlo y cerrarlo en una especie de menú circular con un mismo plato como aperitivo y postpostre con las mismas formas y texturas (muy llamativas, por cierto) pero con diferentes sabores.
Como entrantes el menú ofrece (disculpas por la simplificación de mi descripción): un falso pimiento del piquillo con acompañamiento de pan de aceituna negra, que a mi juicio fue uno de los grandes momentos de la noche; lomo de atún como foie entre crujientes de cereza, prometedor plato si no hubiera sido por el hecho de que nos fue servido congelado (quizás debimos decirlo para que cuiden el "pequeño" detalle la próxima vez), la gran sombra de la noche; y trigo sarraceno con papel de anguila ahumada, visualmente espectacular pero pesado y difícil en su textura y degustación. Como platos un pargo con rúcula y boniato con texturas de espuma, correcto y sin fallos; y presa de cerdo ibérico con raviolis en forma de bolsitas de plástico comestible de espinacas y queso de cabra, sin duda el mejor plato de la noche y el más conseguido en su combinación de sabores y texturas. Finalmente, como postres, su versión del mojito con toffee maridado con galleta de almendra y lima, una buena y fresca transición al segundo postre, el volcán con tierra de café y chocolate con crema de guayaba, magnífico de elaboración y sabores pero probablemente el más mejorable estéticamente.
En definitiva, un restaurante del que uno sale satisfecho y con ganas de volver ante el próximo cambio de menú pero que necesita un mayor cuidado de ciertos detalles y alguna innovación más allá de la mera renovación de los platos para que pueda competir de tú a tú con los grandes de la ciudad, lo cual sin duda puede llegar a hacer porque talento existe para ello.

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