De relato!

En esta ocasión nos acompañó a Mila y a mí un amigo que es quien escribe la crónica. Disfruten de la lectura porque lo merece!

Casa Cofiño
Se acerca el invierno y ya sólo nos asomamos a la playa para ver cómo rompen las olas. El sol se ha convertido en patrimonio de países lejanos, como las familias numerosas y las plagas, y aquí el cuerpo exige calor y cebadura. No se necesita más pretexto para irse de excursión al interior en busca de pucheros humeantes y salsas que se ofrecen al pan como mulatas a alemanes cincuentones. En el camino a Caviedes hay lluvia y árboles teñidos de ocre rojo y al llegar a destino uno se soprende un poco de encontrar gente tomando algo en la terraza, a resguardo pero lejos de la calidez del local.
Una vez dentro, lo primero que viene a la cabeza es que todo el censo de lugareños aficionados al alterne ha de estar en esa misma barra. Pareciera que los pueblos con más de un bar son propios de tierras sin cristianizar de las que uno puede volver en la ruina o con mujer y coche exóticos. Mientras esperábamos para pedir un aperitivo antes de entrar al comedor, husmeamos con satisfacción entre la variedad de productos que se ofrecen a la venta al lado de la barra, desde frutas y nueces hasta sobaos y miel, y destacando sobre todos la muy apetecible selección de quesos (de la que nos llevamos varios). A modo de piscolabis tiramos de manzanilla, un vermut creemos que marca Antonio (el cual me quedé con ganas de haberlo pedido después de un tiento) y moscato, y damos fe de la calidad de los tres. Como acompañamiento nos sacaron aceitunas, queso con picos de pan y, distinguiéndose, una jugosa cecina.
Tomado asiento nos entretuvimos tanto con la carta como con el espectáculo. Una pareja que ya no tenía que cumplir los cuarenta y cinco, y de la que habíamos tenido noticia en la barra, volvía a los calores de la adolescencia y se daba el lote con entusiasmo a prueba de leyes contra el escándalo público. No hay cura para el amor, cantaba el añorado Leonard Cohen, y estos dos parecían haber salido hacía no mucho de la discoteca (era domingo) o de alguna película de quinquis. Su calentura nos amenizó la espera.
Volviendo a lo importante, compusimos el menú entre los tres: asadurilla, albóndigas, tabla de quesos cántabros y chuleta. Nos apartamos un tanto de la idea original, que era pedir sopa, y además el continuo desfile de fuentes de alubias nos hizo titubear más de una vez, pero decidimos dejar estas dos opciones para una incursión futura. Llegó la asadurilla y quitó las penas, alegró el espíritu, calentó los corazones y atrajo al pan como el capote al toro. Tierna la carne y riquísima la salsa con un punto guindillesco. Al poco aparecieron las albóndigas en número de dos y no hizo falta más pues cada una presumía del tamaño de una superluna reglamentaria, sin perjuicio de una carne jugosa en extremo. La salsa, a base de vino blanco si no me equivoco, invitaba al éxtasis y al unte. Los quesos provocaron división, como suelen, pero yo me fui con gusto al más fuerte, un queso azul con su punto justo a calcetín de cazador, y a un Gomber ahumado que gozó de las bienaventuranzas de los tres. Así como los asientos de algunos coches te mantienen caliente el culo, una bandeja conservaba el calor de una chuleta sangrante que, pese a sus medidas en principio atemorizantes, acabamos sin mucho drama. En la próxima confesión habrá que admitir gula además de lo habitual, pues a todo esto hay que añadir el postre: dos tartas de queso y, para mí, helado de higos con chocolate caliente. Siempre he tenido los higos por comida equina, pues Careto, el caballo de mi abuelo, hacía estragos con evidente disfrute en la higuera, pero estoy dispuesto a enmendarme y admitir sus bondades después de probarlos en esta forma. Creo que arañé la taza rascando todo el chocolate que pude.
El Hijo del hombre convirtió el agua en vino y nos hemos apartado tanto de su mensaje, nublados por el afrancesamiento y el vicio, que comimos con un Laurent-Perrier Brut Millésime, el cual me pareció bastante bebible pese a que mi paladar sólo tolera con gusto las burbujas en la Coca-Cola. Hay que destacar la extensa oferta de bebidas de Casa Cofiño, incluida en una manejable carta de las dimensiones de un atlas, tanto en vinos como en destilados. En este apartado me lancé a por un Lagavulin 12 años que me supo a madera de armario abandonado en un monzón. Creo que fue una señal de que nunca debí traicionar al armañac. Un café solo cortísimo y sabroso me ayudó a sobrellevar el disgusto.
En resumen, una comida sobresaliente y un sitio al que hay que volver. Vale.

  1. #1

    lsierrar

    Pues no estaría mal felicitarlo de mi parte, ¿no crees? Original y entretenido

    Saludos a ambos

  2. #2

    Gastiola

    Pues Miguel..... a la altura del barro nos deja tu amigo con su prosa. Muy bueno eso del punto justo a calcetín de cazador. :-) Si los higos están riquísimos.... ¿cómo que comida de caballo?
    Pues que no sea la última vez que coméis juntos y que nos lo cuenta. Un saludo para ambos.

  3. #3

    Jansolo

    Ademas de hacerle llegar mi sonora felicitacion, ¿podrias sugerirle a tu amigo que se uniera al club? Seria una lastima no poder disfrutarlo de vez en cuando.
    Un saludo a ambos.

  4. #4

    Miguelbc

    en respuesta a Gastiola
    Ver mensaje de Gastiola

    Le sacaremos más de casa para que haga crónicas como esta! Escribe de fábula el cabrón!

  5. #5

    Miguelbc

    en respuesta a Jansolo
    Ver mensaje de Jansolo

    Tranquilo que en el club del comer y beber lleva los mismos años que yo!

  6. #6

    Gastiola

    en respuesta a Jansolo
    Ver mensaje de Jansolo

    A ver si el amigo de Miguel y tú habéis tenido el mismo profe de literatura.....

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