En estos tiempos difíciles e inciertos en los que se está poniendo, cada vez más, en tela de juicio la permanencia de los restaurantes gatronómicos, porque la asiduidad con la que su concurrencia visitaba estos establecimientos ha disminuido, aun quedan ideas latentes para que el entendedor y ser humano dado a los beneficios del disfrute del yantar encuentre un sitio en el que ponerle remedio a su apetito aficionado a las cosas buenas, a ese tipo de elementos cuyo conjunto dan como resultado una serie de sensaciones basadas en el bienestar, en la razón de ser del tacto que deja caer los granos de sal. Humildes proyectos, y al mismo tiempo grandiosos, como lo es el lugar que nos ocupa, que revelan la capacidad creadora, sin desdeñar la cultura, la tradición, la esencia de la base y el valor de unos principios con los que continuar dando de comer, y de que manera, en sitios a los que llaman gastrobares o gastrotabernas a los que yo les añadiría el apelativo, en el caso de Tradevo, de algo parecido al séptimo cielo.

Tradevo es uno de esos lugares en los que se detecta a la legua el saber hacer de los que se batieron durante años el cobre en las trincheras de la élite y ahora le abren las puertas y la posibilidad a los codos y los antebrazos del gourmet y del pueblo entero, para que los pose en su barra o en sus barnizadas de aroma fino mesas, de fino aroma a respeto por la autenticidad de los sabores y las texturas con las que el paladar se aterciopela, pongamos por caso con el matiz cítrico de un cartucho de boquerones en el que los dedos se encuentran ante la encrucijada del no saber cuando parar, y la memoria no le teme al fracaso porque es consciente de sentirse incapaz de olvidar una corvina con alubias y jugo de marisco tras la que se encierra el mar, la huerta y la pasión por el sentido del arte culinario.

El ritmo es perfecto, el entendimiento de los miembros de su equipo, a la cabeza del cual se encuentran Gonzalo, Liliana y Mercedes, forma parte de los asuntos del apetito, de la trama del yantar, y el huesped se siente aquí inmerso en una particular escena cuyo ingrediente principal es la hospitalidad y la cercania de una profesionalidad con fundamento. El servicio hace que sea fácil entender lo que se trata de expresar. Sobre sus paredes se aprecia la labor del trazo de la tiza; un reguero de nombres que enuncian delicadezas combinadas: huertas, mares, montañas, huesos, espinas, pieles, uvas, regines, caldos, sangres de la arteria de la gastronomia puesta al día en pequeños platos de impecable ejecución. Entonces me percato de que lo que hay frente a mí es un poco de lomo de vaca que se encarga de que el sueño sea más largo. El punto de cocción del mismo es cosa de respeto, de color, de amor por los fogones.

No pudiendo despertar tomé la determinación de continuar con una selección de quesos artesanos entre los que destacaron el Payoyo al romero, de Grazalema, donde la hierba y la leche deciden unirse en matrimonio. Un Pajarete que nos viene a recordar que no son de humo las palabras que proclaman que la queseria andaluza viene pegando fuerte. Un Pont Leveque que nos acerca a Normandia y a un estado perfecto de retrogusto a establo y naturaleza, a hábitat del ganado bovino rematado con un excelente Stilton al que casi no queda más remedio que aplaudir.

Una vez en el exterior, mientras paseaba por las calles de Sevilla, desperté y tuve la sensación de que me vendría muy bien planear la próxima visita. Enhorabuena.