En un callejón de Villaviciosa, justo a la espalda de las clásicas sidrerías junto al Ayuntamiento, está este pequeño restaurante, con su punto coqueto y una terraza decorada con mosaico, que evoca el Parque Güell. Esto es intencionado, por el paso por Cataluña de su propietaria.
Ofrece una carta que aporta innovación al clasicismo en esta villa, tanto en platos como en vinos.
A modo de ejemplos, Ensalada de gambitas y bacalao, fresca y sabrosa. Croquetones de liebre, piezas grandes (ración de 4 uds.) con sabor tenue pero agradable, quizá algo tosco el rebozado. Mero con una salsa que no probé, pero gustó, y el pescado era una buena ración con el punto bien logrado. Volcán de solomillo, tiras de vacuno en una presentación graciosa, punto ajustado y buen acompañamiento. No se usan las guarniciones tradicionales y se buscan presentaciones alternativas.
Tarta de queso casera, sabrosa, en la que hubiese prescindido de la nata industrial.
La bodega ofrece vinos no muy frecuentes (Bebimos un Gran Caus ¿1998?) y se observa que están bien cuidados.
Sin bodega, 40 euros por comensal. Total, 60 cada uno.
Interesante y distinto. No obstante, por detalles de servicio y complementos (mantelería de papel, de acabado bueno, pero papel al cabo) queda un poco perjudicada su RCP.
Si se quiere comer en Villaviciosa, lo recomiendo. Si se abre un poco la zona o se aceptan alternativas más populares, entonces está en desventaja.