Zalacaín es a la gastronomía española lo que María Callas a la ópera o lo que Ingrid Bergman al cine, un clásico entre los clásicos. Además se encuentra en estos momentos en un perfecto estado de forma.
Más de cuarenta años al más alto nivel culinario avalan su trayectoria. Por aquí ha pasado lo más granado de la sociedad, la política, las finanzas y la cultura de nuestro país. El restaurante, ubicado en una recóndita bocacalle de María de Molina y al que se accede subiendo unas escaleras es el paradigma de la tradición. Cuando llamas para reservar, la persona que está al otro lado del teléfono te pregunta sutilmente si es la primera vez que acudes al local, velada fórmula que indica que aquí la etiqueta sigue siendo indispensable.
Tras sus muros, mullidas moquetas, maderas nobles, aparadores o visillos de aire ochentero que tal vez necesitarían una revisión, nos recuerdan, cada uno en su estilo, al barcelonés "Via Veneto" o al tristemente desaparecido "Las Cuatro Estaciones". El servicio, formal, diligente y profesional es a la vez cercano y atento haciéndote sentir muy cómodo desde que tomas asiento hasta que te devuelven los abrigos y te marchas. Todo gracias a un veterano equipo pendiente del cliente pero que no atosiga y que funciona como un reloj suizo. Poco nuevo se puede apuntar de Custodio López Zamarra, pionero de la sumillería española, persona humilde y de británicas maneras, o de Carmelo Pérez, el jefe de sala, el vigía de que todo funcione y esté en orden o de Juan Antonio Medina, chef discípulo de Benjamín Urdiain.
Su cocina se basa en dos pilares fundamentales: el producto, variado, estacional y de primerísimo orden y las preparaciones académicas. La oferta es amplia y abarca multitud de platos, la mayoría preparados sin sorpresas, con salsas y guarniciones "a la antigua", pero con un punto perfecto de sal, cocción y especias y perfecto control de las temperaturas. Hay platos que han aguantado el paso del tiempo y las modas como el "Bacalao Tellagorri", el búcaro "Don Pío" o la lasagna de hongos y otros que van cambiando adaptándose a las exigencias actuales y con ciertos guiños a la modernidad. Las raciones son generosas, el camarero de turno no escatimará en servirte la casi totalidad del acompañamiento. Los postres, golosos en general están muy conseguidos, curioso aspecto que se repite en casi todos los establecimientos de este corte.
El otro día pedimos una excelente menestra de verduras, un brioche de anguila con queso brie y crema de hongos, el mejor steak tartar con patatas soufflées del mundo y un centro de solomillo con foie. Para terminar, crema de vainilla al horno y tarta de chocolate con frambuesa, ambos geniales.
La carta de vinos es enciclopédica, con más de ochocientas etiquetas y contiene referencias de toda nuestra geografía. La selección de espirituosos también es enorme. Por rizar el rizo, quizá se echen de menos más blancos, más añadas viejas y más botellas extranjeras. Los precios no son excesivamente caros para lo que podríamos pensar de antemano, en general están multiplicados por dos. Bebimos una manzanilla Fernando de Castilla, dos copas de Laurent-Perrier, un Vale Meão 05, una copa de Kracher y un Oremus 5 puttonyos.
Mantelería, cristalería, cubertería de plata y vajilla de exquisito nivel, ésta última fabricada en exclusiva por la prestigiosa firma Villeroy & Boch.
Todo lo anteriormente mencionado, con mantequilla, croquetas y otros rebozados de aperitivo, botella de agua, dos cocacolas, y petit fours con una teja brutal salió a 303€. El año pasado por mi cumpleaños mi mujer y yo pagamos cerca de 500€ en un afamado restaurante de la capital de estilo moderno que no mencionaré y el disfrute fue menor.
No soy quien para juzgar en qué nos tenemos que gastar el dinero, pero creo que toda persona que se precie de ser un buen gastrónomo debería al menos una vez en la vida visitar templos como Zalacaín, el primer tres estrellas español. Nos empeñamos muchas veces con restaurantes que pretenden empezar la casa por la ventana, que son flor de un día y que son aclamados por una crítica que muchas veces denosta lo clásico ignorando que al fin y al cabo esto es la base de todo lo demás. Aquí hay sabor pero al mismo tiempo también hay mesura. Porque ya lo decía Picasso, "para saber desdibujar, primero hay que saber dibujar".