Última noche en Sant Cugat y no nos queríamos quedar con las ganas de cenar en el restaurante de este hotel divino en el que estábamos alojados, emplazado a las afueras, con amplias zonas ajardinadas y una terraza en alto desde la que se divisaba claramente el Tibidabo y si mirabas para atrás, Montserrat.

Nos había hablado muy bien del restaurante, recibe a mucha gente que no está alojada en el hotel, y la verdad es que tenía un aspecto delicioso. Amplio, respirando calidad, moderno, acristalado casi enteramente, decoración con mucho encanto y clase…

La carta era escueta y muy “de hoy”. Estas cartas ya llegan a ser vulgares, son todas iguales, con cierta base de tradición y toques de actualidad. Todas tienen sus tres o cuatro referencias locales disfrazadas con brochazos modernos, a las que suman unas croquetitas, el indefectible seak tartar, el tataki de atún, el cochinillo a baja temperatura, un bacalao, la hamburguesa gourmet… “Estoy canso” ya de todo esto, como decía mi padre.

Primeros al centro y principal individual:

• Pan de coca con tomate en rama.
• Anchoas triple “000” con aceite de arbequina.
• Croquetas de arroz negro con ali-oli suave.
• Steak tartar con helado de mostaza y patatas de siempre.
• Daditos de atún marinado en jengibre y citronela, guacamole y crocant de kikos.
• Postre de Gin Tonic.

Diré lo mismo que digo últimamente en multitud de ocasiones: ni bien ni mal, sino todo lo contrario.

Para beber, en copas discretas y sin mimo alguno, un catalán Marqués de Alella 2014, un logrado intento de dignificar la pansa blanca, y un rioja anodino, Besagain crianza 2012.

El servicio majete pero disperso, faltos de un capitán con mando en plaza.

Ya digo que no cenamos mal, qué va, pero mejor como hotel que como restaurante, ande vas a comparar, maño.