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Sorpresas en el metro de París

“Espera, déjame leer ese anuncio”

Cuando un estudiante de post-grado pobretón (como yo) se lanza a París como turista pobretón (también como yo), varias decisiones difíciles llegan cuando uno tiene que dirigirse a la estación del metro “óptima” y decidir cuál línea debe tomarse.

Hace unas semanas, me metí en un problema aun mayor: cuando uno viaja con su esposa y con un bebé de 16 meses, la experiencia se convierte en una pesadilla de logística. Las preguntas ¿a dónde vamos?, ¿cómo?, ¿a qué hora?, quedan subordinadas a los caprichos, necesidades y berrinches del bebé. Mi esposa Nelda (a quien jamás podría pagar su apoyo moral, físico y metafísico en ese campamento militar llamado The Rotterdam School of Management) ya se había salido con la suya y nos hizo ir al Musee d’Orsay, un martirio para alguien como yo que reacciona infinitamente con más entusiasmo ante la idea de regresar al Louvre. A nuestro hijo le da igual: mientras sostenga en una mano un croissant dulzón y en la otra al conejo Lalo (de felpa, por supuesto), Daniel II no dará molestias en tanto su precoz estómago no haga su trabajo y yo tenga que cargar con el dilema moral de echar a un contenedor algo que tarda más tiempo en degradarse que lo que se toma un Mouton-Rothschild en ofrecer toda su magia.

No importaba. Ya tendría mi oportunidad de regresar al Louvre.

Luego del Orsay, era mi turno de elegir y tras revisar el nivel de croissant que quedaba en la mano de mi hijito y el brillo de sus pequeños ojos, dije a Nelda: “Ahora podemos tomar el metro e ir a Les Invalides”. Puesto que no puedo ni soñar con venir a París un mes al año ni hospedar a mi familia en St. Germain de Pres, debíamos aprovechar la cercanía.

Ya en el metro, mientras esperábamos el siguiente tren, ví el anuncio que decía “100 grands noms de la viticulture, des degustations d’exception, des ateliers, des rencontres pour le plaisir et la connaisaance”. Claro que no entendí ni una palabra, pero lo que decía el anuncio más abajo: “6e Salon des Grand Vins, au Carrousel du Louvre”, eso sí pude deducirlo.

Así que cambiamos de dirección en el metro, no hacia Les Invalides sino hacia el Louvre. No sé cómo es que convencí a Nelda. Ya lo recuerdo: tuve que hacer una promesa fáustica --“después vamos a Galeries Lafayette”. Ya saben ustedes: si antes uno le vendía su alma al diablo firmando con su propia sangre, hoy uno vende su alma (y entrega su renta, hacienda y herencia) firmando con Mastercard.

“Date prisa, que tienen Chateau Climens 1978”

Llegamos al fin. 30 euros (me dolió pagarlos), y dos coquetas copas Spielgau nos dieron a Nelda y a mí, y a Daniel le dieron lo que yo llamo un “permiso tácito” de entrar a la exposición.

¿Qué ven mis ojos? Una “degustation exceptionell” de crus classes de Sauternes y Barsac, incluida la que muchos consideran la mejor propiedad de Barsac, el Chateau Climens. “Apúrate”, le digo a Nelda, “que también hay Chateau Suduiraut, La Tour Blanche, y Reyne Vigneau, y ....”.

Aunque avanzamos como alma que lleva el diablo (con Daniel queriendo tumbar todo a su paso), fue en vano porque ya se habían terminado las muestras del Climens 78, pero sí que probamos el Suduiraut 97. Qué vino. Membrillo, almizcle, lana húmeda, mandarina, mantequilla, miel, flores; en boca todo eso más especias, durazno, roble y un final que no parece querer irse. Una maravilla, un cañón cubierto de flores. Con vinos como éste, ¿quién necesita a Yquem?

El La Tour Blanche 99 no traía ni de lejos tanta complejidad, pese a su nariz picante y especiada, con chabacano y humo, en un paladar todavía agridulce que de todos modos dejó escapar una fruta pura pero algo verde. Tiempo, tiempo.

No existe modelo de toma de decisiones que le enseñe a uno a decidirse entre escuchar la plática de Monsieur Prats, director de Chateau Cos d’Estournel (y catar los 90, 95, 99, 00, y 01), o esperar un de horas para la cata de Chateau Leoville Las Cases de 85 y 93 (y además de varias añadas de su fantástico segundo vino, Clos du Marquis, que muchas veces deja en la vergüenza a varios pagos clasificados). Ese mismo día que estuvimos nosotros ahí, desfilaron muchos crus classes del Medoc y de Graves: Leoville Poyferre (Saint Julián), Pichon-Longueville-Baron (Pauillac), Haut-Bailly (Graves), Phelan Segur (Saint Estephe), en fin.

“Esto es una pasada...”

De todos modos, en la hora y quince minutos que estuvimos en el Carrousel de Louvre (Daniel no nos dio más tiempo; después de todo, tiene apenas 16 meses) me las arreglé para probar varios vinos que –tal y como dicen muchos veremeros— resultaron ser una pasada. Después de los sauternes, el primero fue el Cos d’Estournel de 1999. Un vino majestuoso, nada abigarrado pero sí austero, denso y perfumado, 100% disfrutable aunque sin duda mejorará en botella. Los gurús dicen que Medoc en 1999 no creó grandes vinos, pero yo, en mi ignorancia, sostengo que este Saint Estephe estaba de muerte.

De ahí pasamos el stand de Chateau Angelus, uno de los mejores premier grand crus de Saint-Emilion. El cosecha 99 estaba muy falto de botella, pero en nariz ofrecía una embriagante combinación de especias, roble, ciruelas y cuero. Ni que decir de la concentración en boca, sostenida por una acidez clasicista que ponía todo en su lugar. Siempre un vino excelente, este Angelus me parece que trae más potencial que su archi-rival Chateau Figeac –del cual recién probé una botella en Rotterdam.

Después, algo del Ródano. El maestro Jean-Luc Columbo andaba por ahí sirviendo el mejor vino de su bodega, el Cornas Les Ruchets, un syrah de viñas de 70 años generosamente madurado en barricas nuevas. Un vino que, por su poderío, puede medirse con un Hermitage de peso completo. Pero este Ruchets 99 lo sentí algo flojo, sorprendentemente esbelto y con una carga tánica más bien flaca para un Cornas. Lástima de nariz.

Pasamos luego al Loira. Me apetecía algo de cabernet franc. Domaine Charles Joguet, con su Chinon Les Varelles, ofrecía uno de sus mejores vinos. Lástima que estaba muy joven (apenas de 2002), pero aun así traía cerezas, vainilla y un delicioso punto seco a terruño.

De Pessac-Leognan me topé con un sorprendente tinto de Chateau Carbonnieux de la cosecha de 2001. Fue uno de los que más me gustaron en función de su RCP. Delicioso, con intensas notas de guindas, caramelo y un elegante toque tostado, se disuelve en boca con una soltura mineral que parece la de un vino bastante más caro.

“Y como dijo McArthur: volveré... (eso espero)”

Tuve la oportunidad de catar otros vinos muy interesantes, como Chateau Laroze, un grand cru de Saint-Emilion; además de Latour Martillac, de Pessac-Leognan. Todos ellos, junto con los primeros sauternes que se atravesaron en nuestro camino, resultaron en una ocasión magnífica a pesar de las prisas, de la mirada impaciente (¿o amenazante?) de mi esposa y del peligro latente de llevar a un bebé a un evento de estos. En definitiva, y como siempre ocurre en estos casos, no pude probar otros muchos vinos que estaban al alcance de mi copa, entre ellos dos Pomerol que no toman prisioneros: Petit Village y Rouget.

Y mejor ni platico sobre lo que de plano me perdí, pues el día anterior estuvieron por ahí el mítico Cheval Blanc y su polifacético primo argentino, Cheval des Andes. Armado con su cosecha 1989 y otras más, y también con su inocencia y lujuria, Chateau Margaux sin duda purificó algunas almas con las llamas del infierno del hedonismo. Poca duda cabe de que Maison Louis Jadot, son sus Corton-Charlemagne, debió haber seducido con cantos de sirena en el Carrousel du Louvre. Al día siguiente, cuando ya teníamos que volver a Amsterdam y de ahí a Rotterdam, poco me faltó para empezar a sollozar en el tren de regreso pensando en Chateau Palmer (Margaux), Mas de Daumas Gassac (el “Latite del Languedoc”), Canon La Gaffeliere y Pavie Macquin (dos soberbios crus de Saint-Emilion), Maison Hugel (que desde sus viñedos gran cru en Alsacia llevaron varios Vendage Tardive y Selection de Grains Nobles de pinot gris, gewürztraminer y riesling).... incluso, una cata de algunos Vega Sicilia, y hasta de Pingus 2001.

Ojalá podamos volver a visitar París. Aunque tenga que desplazar a mi familia en metro. Quién sabe, quizá me encuentre otro anuncio sobre alguna exposición para la cual no esté preparado. “Volveré”, dijo McArthur. Mientras el tren avanzaba, yo pensaba lo mismo, no sin un halo de duda debido a mi presupuesto estudiantil, cada día más escuálido que Rocinante.


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