Había leído y escuchado hablar muy bien de este restaurante y de Junior Franco, su cocinero. La base de su cocina es colombiana, lo que me atrae más todavía por la poca oferta gastronómica que hay en la ciudad. Aunque sólo la base y las raíces son colombianas, en cuanto empiezas a probar los platos te das cuenta de que la fusión de sabores, productos y elaboraciones es la verdadera protagonista de este laboratorio de ideas que, más tarde pasará a ser un restaurante bien asentado, o al menos eso nos contaron.
La entrada en el local no es muy sugerente pues, pese a encontrar un restaurante de aspecto más o menos agradable con una cocina vista minúscula en la que bregan un sinfín de personas, las mesas están muy pegadas, te cuesta un duro trabajo driblar entre ellas hasta llegar a la tuya y al final esta zozobra sólo se calma con el primer plato, que te sitúa, te enajena del resto del local y te centra en tu mesa.
Escogimos el menú intermedio del que no se sabe nada de antemano y se van sacando distintas elaboraciones. Allá vamos:
Erizo con crema de tuétano y maíz a la brasa, vaya inicio, de traca este sabor potente que mezcla ese mar y montaña tan singular.
Ostra con pulpa de fruta de la pasión, o el plato que no me gustó. La cocina fusión suele pasarse de frenada, suele arriesgar y a veces chirría demasiado. En este plato encontré ese problema, ese exceso de elementos y el forzar la idea de la ostra con la acidez del cítrico. El triple salto mortal deja un plato en el que la ostra queda relegada a dar textura, no se percibe su sabor y por tanto es lo que yo no le haría a un producto de calidad. Todo bajo mi punto de vista y mi subjetivo gusto.
Al ceviche de quisquilla con ají pico de gallo, que está realmente rico y fresco, le precede un pre-ceviche, las cabezas de las quisquillas se comen con un jugo de frutas que entendido como juego me gustó.
Ceviche caliente de rape con tamarindo y patacón de plátano macho, otro de los platos excelsos que probamos. Me gusta aquí el juego de temperaturas con el ceviche, la raíz colombiana del patacón y ese juego con el rape, ese pescado complicado de textura que queda tremendo en este plato.
Lengua y rabo, ahí es nada. ¡Qué difícil era antes encontrar lengua, es una textura complicada y con no muy buena prensa, cuando de facto es un bocado fino y exquisito. Aquí el rabo está perfecto y la lengua también, aportando ese punto de sabor extra y concentrado al menú.
Primer postre, su versión de piña colada, una ligera tosta sobre la que se asienta una crema y piña, reposando sobre un vaso y, en el fondo del vaso, una agua de Colombia, que viene a ser la versión del agua de Valencia del chef. Vaya plato fino y elegante, nada empalagoso, sabores limpios y nítidos.
El segundo postre viene con órdago... Primero se toma una pizca de pimienta sansho, cuyo efecto prefiero no desvelar aquí, (véase el enlace si se quiere el spoil) seguido de un helado de lulo con physalis y el famoso cava Sòlid que diseñaron los hermanos Roca junto a Agustí Torelló Mata. Es un postre divertido, rico pero más gamberro que bueno.
Carta de vinos algo corta en la que si no es algo de ayuda del encargado de sala cuesta escoger, sobre todo con el tema de espumosos y blancos. Aquí hay cosas que mejorar, las copas son correctas pero se echa en falta algo más de variedad y referencias interesantes, acordes a la cocina que se está elaborando.
Este local es de visita obligada, se tiene que conocer y se debe visitar antes de la apertura de lo que será el verdadero restaurante, porque de momento, lo que se cuece en este pequeño bosquejo del proyecto de Junior Franco es realmente interesante.