Regaliz se llama el astado.

Negro zahíno, serio, sangrante en el menisco. Llora sin mácula conocedor de su destino.
Embiste la nariz con brío, con pundonor. Una vez banderilleado, arremete el capote con suavidad, levantando con las pezuñas aplausos de moras y hojarasca en el húmedo albero.
Antes de cambiar de suerte, brotan de las lanzadas borbotones de roja mermelada.
Y entra a la última cita con la nobleza prometida, con más frescura de la esperada, entero, muy entero.
Sabedor de que podía haber vivido más tiempo, raspa con dulce fiereza el traje del torero, sin poder evitar un leve rictus avinagrado.
El matador mira sorprendido su traje rasgado mientras la bestia fenece tras una lenta agonía.
Cerrada ovación, silencio y dos orejas.
Era un novillo, de nombre, Regaliz.

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