Sí, levitando nos dejó este vino. Abrí la botella en compañía de un buen amigo francés, buen conocedor de los vinos de Burdeos y Borgoña, y apasionado por los vinos riojanos debido a que estuvo viviendo unos años aquí.
Abrí la botella sin enseñarla y le pedí que tratara de adivinar copa en mano. No le costó nada identificarla como Rioja y que era bien antigua, y más sabiendo mi afición por los vinos viejos. Apostó por los años 70. No podía dar crédito cuando vió la etiqueta luciendo el año 1922!
Sirva esto para ilustrar lo entero que se presentaba el vino, tanto en color como en nariz.
Color rubí marronoso con fino ribete atejado, ligeramente velado pero para nada turbio y sin presencia de sedimento, de capa muy alta para su edad. Sorprendente.
La nariz era pura filigrana, una delicada fragancia de una complejidad de matices y una profundidad pocas veces vista. Carne cruda, almizcle, toques terrosos, flores marchitas… que al rato gira y vuelve con cerezas en licor, hoja de puro, cedro, toques torrefactados.
Largo rato pasamos absortos en su perfume.
La boca no desmerece, de textura sedosa y extrema elegancia pero firme, bien sostenida y estructurada, aún con acidez para aguantar una expresividad casi sonrojante para un vino de estos años (para algunos de sus “paisanos” actuales, digo), con fruta (ciruelas y guindas) en licor, toques avainillados, hierbas de monte, tonos trufados. Final portentoso, de elegancia aristocrática y persistencia casi eterna.
Directo al Olimpo de los grandes vinos catados, con todos los honores.