Habrá que volver

Teníamos buenas expectativas al acudir a visitar por primera vez el restaurante Manairó. Y hemos de decir que las cumplió sobradamente. Este pequeño restaurante, sobrio pero elegante, está situado en una zona tranquila de Barcelona, céntrico pero algo alejado de la marabunta turística. Las mesas no están demasiado separadas, pero el tipo de clientela hace que las conversaciones se hagan en el tono y volumen adecuado, por lo que la comida puede transcurrir sin molestias. Además, el hecho de que no tengan música ambiente ayuda aun mas, a que el comensal se pueda dedicar al motivo de la visita, disfrutar de la cocina del chef Jordi Herrera. La cristalería, vajilla y cubertería son muy bonitas y cumplen a la perfección su función.
Para empezar, claro, los aperitivos: el paté de sardina ahumada (delicioso) y el chof de "pa amb tomaquet", de textura fresca y agradable. La croqueta de pollo asado con sanfaina (recubierta con pasta filo), era extraordinariamente sabrosa, muy acertada en textura y en sabor. Y la pizza de gorgonzola y tomate trufado, una explosión de sabor concentrado, un gozo para los amantes de los quesos azules.
La ensalada de bonito ahumado con perlas de vermut Yzaguirre, era delicada y potente al mismo tiempo. Y fue un buen preliminar a un plato extraordinario, el ravioli de foie con espuma de trufa. Simplemente espectacular: exquisito y elegante, justifica considerar a Jordi Herrera un gran chef. Y siguió uno de los platos con más misterio que haya probado: Los calamares a la romana de huevo frito con butifarra de cebolla. Un homenaje a ese plato tan propio de la cocina familiar y, al mismo tiempo, una broma del autor. No conseguimos que nos explicaran como lo hacían, supongo que para que volvamos a ir para resolver el misterio. Desde luego, en nuestro caso, así será.
Pero continuemos con la comida, que estaba solo a a medias. El arroz de vieras con chistorra, una combinación, a priori, poco imaginable, resultó otra de las sorpresas del día. Meloso, delicado, sabroso... son los adjetivos que me vienen a la mente al recordarlo. Otro plato para la memoria gustativa que uno va atesorando. Continuando con la cocina del mar, la cigala con espinacas a la catalana y salsa de cebolla quemada, de inspiración clásica, destacaba por su impecable ejecución y delicadeza de los sabores. Muy buen plato, realmente.
Continuamos con un emperador con salsa catalana y puré ligero de patata. Me temo que fue el peor plato que probamos. Aunque el punto del pescado era perfecto, no ligaba bien con los otros elementos. Nos pareció algo un tanto improvisado.
Pero las carnes nos devolvieron, de nuevo, al cielo. El canelón de pularda trufada, otro plato netamente clasicista, supo realmente a muy poco. Como a poco supo el siguiente: la hamburguesa melosa, increíble por su textura y sabor, combinado con una salsa deliciosa. Diferente a todas las carnes que haya probado fue la vaca vieja al clavo ardiente. Simplemente deliciosa. Otro plato que justifica la visita.
El prepostre fue una caipirinya, con textura de granizado y crema. Servía para bajar un poco la comida. Y para preparar una contundente torrija de Santa Teresa con helado de queso y limón, excelente punto y final. De hecho, no se acordaron de traernos el que había de ser el último plato, un borracho de ratafía, pero a esas alturas estábamos realmente llenos y decidimos no recordarlo. Los petit fours fueron buenos, pero quizás excesivamente escuetos.
El maridaje de vinos fue, en relación a su precio, realmente bueno. Nos sirvieron, en orden de aparición, los siguientes: un cava "Muntanyes Maleides" (Montañas malditas), DO Penedés, que producen en exclusiva para el restaurante. Excelente, muy aromático y complejo en boca. El primer blanco fue el "Trascampanas" DO Rueda, fresco aunque quizás un tanto sencillo en boca. Mucho mejor el segundo blanco, el "Cándida", un DO Empordà con una variedad aromática y gustativa realmente interesante. Cumplieron sobradamente los tintos, el "Nuestro", un DO Ribera de Duero excelente y el "Solo 10", un DO Campo de Borja muy contundente. El vino de postres fue el magnífico, aunque conocido, "Olivares", de la añada del 2010.
El servicio es realmente amable, cercano pero profesional, siempre atentos para que la experiencia de comer en el Manairó sea, en todo momento, agradable. En definitiva, es uno de esos restaurantes que pertenecen a la peor categoría de todos: a los que se ha de volver obligatoriamente.

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