Pasamos una noche en Benidorm y estábamos indecisos. Conocemos bien la plaza, la conocíamos vaya, pues hacía tiempo que no veníamos. Así que andábamos indecisos en cuanto al tema de restaurantes. Y no fuimos capaces de hacernos con alguna recomendación fidedigna.
Googleando, me llamó la atención este restaurante por su ubicación, espectacular, en ese entrante-promontorio de la zona del Castillo, que divide de algún modo las playas de Levante y Poniente. En la terraza de un 5*, el hotel Villa Venecia, colgando literalmente sobre el mar, lo suficientemente aislado de la calle, pese a que sólo está separado por unos maceteros muy chulos. Pero las citadas macetas como de bambú, una moqueta, las velitas y dos árboles cuyas ramas retorcidas se abren sobre las mesas… lo diferencian y aíslan. Parece mentira que estando prácticamente en la plaza (si bien en un retranqueo en una zona tranquila de la misma, pegada al acantilado) disfrutes de esa privacidad.
Hacía una noche maravillosa, y la sensación de disfrute de la misma se acrecentaba sentado en esa idílica terraza.
Cierto boato, ambiente distinguido, servicio muy joven, pero a la altura del hotel. Hasta que llego el cantamañanas del maître, del que luego les hablaremos.
Nos explicó, bastante mal, las opciones que había. Elegimos el menú degustación, un tanto confusa su vertebración, pues había que elegir uno de aquí, otro de allá, dos de acullá… Como solemos hacer, si yo pedía una cosa, mi mujer pedía otra diferente y compartíamos. De este modo, la cena resultó ser la siguiente, pero insisto, todo compartido:
• Brocheta de gazpacho
• Jamón ibérico con pan cristal y tomate del terreno
• Croquetas de jamón ibérico de Guijuelo
• Ensalada cítrica de gambas, arenque y judías verdes
• Popietas de lenguado a la crema de cava rosa
• Cordero con maracuyá, menta y espárragos
• Mosaico de frutas de temporada
Bueno, pues no cenamos nada mal, qué va. Tampoco para tirar cohetes, pero oye, salvamos el tema dignamente. Una cocina refinada, nada destacable, pero bien presentada y con cierto puntillo. Raciones muy pequeñas, eso sí, exiguas, exiguas, sobre todo los principales.
Tienen un apartado de vinos por copas bastante aceptable, unas 20 referencias entre generosos, tintos, rosados, cavas y dulces. Preferimos tomarnos una botellita de blanco, que al final fueron dos, ambos chardonnay, así jugamos y experimentamos un poquito.
o William Febre 2013, un chardonnay de Chablis con una frescura tremenda, acidez envolvente, puntillo fruta blanca aún sin madurar… Una delicia.
o Enrique Mendoza Chardonnay fermentado en barrica 2013. La frescura francesa se tornó en calidez alicantina. El alcohol más presente, mayor volumen, subimos en untuosidad, pero perdimos frescura, finura y profundidad.
Una bonita experiencia en su conjunto, con el único lunar que ya anticipaba del maître: un suizo avinagrao que frisaría los cuarenta, con un amaneramiento exacerbado y una feminidad histriónica, proverbial soberbia, metepatas, muy mala baba y cero empatía.
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