Tercera vez que voy a comer a este restaurante de comida clásica, en el que la decoración no es lo más destacable, con exceso de luz de neon blanca. Los entrantes no están mal, como la sepia y la puntilla, pero lo realmente interesante es el arroz de langosta que justifica el repetir la visita y pasar por alto ciertos detalles, como la constante insistencia del dueño en que tomes el vino de la casa que previamente está ya en la mesa, o pretender a toda costa que elijas los entrantes que mejor le parece hasta alcanzar el precio por persona que necesita para que le salga rentable la comida, por lo que si te dejas llevar por las recomendaciones te resultará caro. Los postres directamente son de la pastelería Jerió (honestamente lo reconocen). Después del postre el dueño te viene a vender cupones de la ONCE (es la segunda vez que lo hace) de manera incomprensible y con su tenaz insistencia. Lo dicho, para comer arroz si tienes mono.
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