Tengo la teoría que cuando uno acude a un restaurante de relumbrón, con estrellas, críticas positivas y te soplan 200€ por barba, hay una clara predisposición a justificar todo y no ser el que diga "pues no me ha gustado". Es la misma inercia que hace que en ocasiones nos sintamos incómodos expresando en voz alta que una considerada obra maestra de la literatura, música o el arte no nos transmite nada. Suelto esta perorata pues es la sensación que me deja Aponiente. Seré yo el garrulo que no aprecia esta "obra de arte"?, reflexión que revela la tremenda maestría de estos cocineros que han sabido posicionarse como "artistas" a raíz de un acto meramente fisiológico.
En fin, vayamos a lo concreto.
La ubicación del local es mala. En un polígono que los no lugareños no encontraríamos sin GPS y que, de haber ido por la noche, me hubiera acojonado algo.
El local en sí, merece la pena. Antiguo molino reconvertido en restaurante, con una decoración bonita y agradable, mesas amplias y cuidada mantelería y cubertería.
El servicio impecable. Muy amable y atento.
El servicio de vino excelente. Ofrecían un maridaje con preponderancia de los vinos de la tierra. Todo explicado con gran lujo de detalle. Por sacarle algún pero: aunque el menú gira alrededor del pescado, hay platos muy potentes que hubieran aguantado tintos sutiles (no hubo ninguno en el maridaje).
Y con respecto al comercio, pues decepcionó. En comentarios anteriores se explican los platos con todo lujo de detalles, por lo que no me detendré demasiado. Entiendo la dificultad de hacer un menú con pescado como única base. Hay creatividad y trabajo detrás de cada plato, pero no emocionaron. El menú no fue in crescendo. Todo lo contrario. El último plato salado fue un bocadito que parecía un aperitivo. Otro de los platos finales era un pescado que imitaba el pescado a la sal, pero con costra de planctón (el pescado no dijo nada y la textura era chiclosa). Ejemplo de lo que fue la comida. Entraba por la vista, pero decepcionaba en boca. Postres olvidables.