Hace poco más de cinco años visitamos este restaurante mi mujer, nuestra peque de entonces 2 años y yo, junto con otra pareja de amigos. Restaurante abarrotado por aquel entonces, aunque quizás la fecha, el día del padre de 2006, tuviera algo que ver con tanta afluencia. En aquella ocasión yo elegí el menú degustación, mi mujer la carta y nuestra peque se decantó por recorrer el restaurante sin parar, lo que nos obligó, tanto a mi mujer como a mí a perseguirla por relevos sin descanso. No me quedaron recuerdos de la comida, sólo recuerdo las carreras y, eso sí, las exquisitas kokotxas y la insuperable tarta de manzana que eligió mi mujer.
Tras todo este tiempo, camino de París desde Getafe, regresamos mi madre, mi mujer, nuestra peque de ya 7 años y el que escribe. Sorprende y deprime, ante todo, llegar a un establecimiento como este y encontrarlo casi vacío. Con nosotros, otras tres mesas de dos personas, una de ellas en terraza, disfrutamos este mediodía de la exquisita calidad que ofrece Martín. Llegamos bastante apurados, casi a las 3 de la tarde, pero con todas las ganas por mi parte de enmendar mi elección de hace cinco años. Tras intentarlo en distintos lugares, he llegado a la conclusión de que la opción menú degustación está abocada a la decepción.
Elegimos platos tradicionales, como la kokotxas, los lomos de merluza, los callos y, como concesión a las recetas más actuales, el pichón, receta del 2008. Nuestra peque disfrutó de un solomillo “simplemente” a la brasa pero no por ello menos insuperable. Tarta de manzana para los tres adultos y helado de vainilla para la peque. Para acompañar la comida aceptamos la recomendación del sommelier y pedimos una botella del notable Vallegarcía Viognier 2008, 45 Euros (17’90 en el Club del Gourmet).
Todos los platos en raciones ajustadas, ni escasas ni abundantes, los encontramos excelentes y, por mi parte, con sabores que recordaré hasta que volvamos. Martín nos obsequió con tres entrantes, una crema de parmesano con salmón, milhojas caramelizado de anguila ahumada, foie gras, cebolleta y manzana verde y, para terminar, chipirón con ravioli de tinta, y caldo del propio chipirón, todos a tener en cuenta, pero destaco especialmente el segundo. A la hora del café, y como broche, otro obsequio presentado en candelabro metálico: para cada adulto, tres tipos de bombones y dos chupitos, uno de leche con Armagnac y, el otro, de frutas del bosque con fruta de la pasión. Una comida verdaderamente sobresaliente.
Para mí, el Martín Berasategui es un sitio de fuertes contrastes que a veces llegan hasta la contradicción, platos tradicionales y vanguardistas comparten la carta, aunque todos ellos impresos con el sello único de Martín. Unas vistas excelentes a una vaguada arbolada con una bucólica colina salpicada de caseríos al fondo y sinfonía de verdes, más aún en esta época primaveral. Las mesas correctamente separadas, aunque la escasa afluencia de ese mediodía me hizo sentir un tanto aislado. El servicio totalmente renovado, joven, refinado, atento al mínimo detalle hasta rozar lo barroco y, a la vez, cercano, amable y, como el propio Martín, que se pasó por la sala cuando estábamos a punto de comenzar a comer, totalmente entregado a nuestra peque. La sala, contemporánea en su arquitectura, pero con una decoración bastante clásica, con profusión de tonos grises y platas, poco acertada a mi parecer. Cristalería Riedel y cubertería y menaje del mismo nivel.
Sólo le encuentro una verdadera pega, y es el rango de los precios que, confieso, encontré un tanto inflado. Se hace difícil aceptar que unos callos cuesten 45 Euros o que cualquier segundo supere los 60, más aún con los tiempos que corren. Me pregunto si con unos precios, digamos, un 20 % inferiores, el negocio no se encontraría a rebosar, porque la comida, que, en resumidas cuentas, es casi lo único que importa, justifica, como dice la Biblia Michelin, el viaje hasta Lasarte.