Peña La Verema

Viaje a la D.O. Jumilla: vinos de la finca Casa Castillo

Esta jornada del mes de julio en la que visitábamos las bodegas Julia Roch e hijos, es decir, la finca Casa Castillo en Jumilla, comenzó con algún extravío que otro. Llamadas cruzadas desde un coche en la carretera de Jumilla a Hellín hasta un bar de Jumilla, donde el que indicaba el camino al extraviado, desde el bar, acabó por no encontrar el camino y encontrar uno que no llevaba a ninguna parte. Y eso que un icono tan significativo para localizar una bodega como un tonel, enorme por cierto en la entrada del camino que conduce a la masía, no fue visto por ninguno de los que le acompañaban. Dios los cría... Localizar el punto kilométrico 15,7 de la carretera de Jumilla a Hellín se convirtió, nada más comenzar la jornada, en todo un desafío a la teoría de la relatividad.

Al final conseguimos reunirnos todos en torno a José María Vicente, enólogo de la casa, al borde mismo del comienzo de sus viñas. Lleva sólo 10 años dedicado a la elaboración de vino, pero con una pasión por su trabajo que da envidia sana. Desde aquel punto, bajo la agradecida sombra de unos pinos al lado mismo de la masía-bodega, se podía abarcar toda la extensión de la finca: desde las laderas de grava en las faldas de la sierra, hasta la costrosa tierra caliza que teníamos bajo nuestros pies. Allí mismo nos fue desgranando poco a poco toda su filosofía de viticultor en primer lugar, y todo su conocimiento enológico después, contagiándonos la certeza de esa verdad incuestionable de que el buen vino no se hace en la bodega sino en el campo.

José María tiene fe en sus raíces, aunque casi más que en las suyas en las de la vid de la monastrell, a las que obliga a buscar en los más profundo de la tierra la escasa agua, además de sus más íntimas esencias. Realiza una cuidadosa poda que permita al racimo ser iluminado por el reflejo de la incansable luz de estas latitudes sobre los campos pedregosos. Somete a sus viñas a una terrible tortura psicológica: ser sometidas a la mayor exigencia, a la vez que obsequio del máximo cuidado.

Y allí que nos fuimos, a pie de viña, a visitar los más duros campos de trabajo de monastrell del mundo. Bueno, de monastrell, de cabernet-sauvignon, de syrah, y de alguna cosilla más. En la parte trasera de una furgoneta, como inmigrantes ilegales en busca de la frontera deseada y rodeados de insectos en busca de la feromona perdida, pudimos recorrer las 182 hectáreas de la finca y conocer a los verdaderos héroes de los vinos de Casa Castillo.

Recorrimos las instalaciones de vinificación, el parque de barricas, y la preciosa masía, en la que toda la familia nos ofreció y compartió con nosotros una magnífica comida. Y fue en la propia mesa, donde si no, donde probamos las dos maravillas de esta bodega, las dos joyas de la corona: Casa Castillo Pie Franco y Casa Castillo Las Gravas, ambos de 1998.

El primero, monovarietal de monastrell, y el segundo un coupage junto con la cabernet-sauvignon. Son dos vinos enormes, y no por el tamaño, que en eso no se diferencian del resto ya que son botellas de 750 ml, sino por su grandeza y su calidad. Quien pruebe estos vinos cambiará su opinión sobre la monastrell. Provienen de viñas de más de 40 años de antigüedad (algunas datan de los años 60 y otras de los años 40), en algunos casos de pie franco, y que José María las trata con esmero (cariño y exigencia hasta el límite para que produzcan el mínimo posible) cuidando hasta el último detalle. Pero, ¿quién puede hacer buen vino si no es con todo el cariño y la dedicación del mundo? ¿Quién daba un duro por la garnacha del Priorato antes de que llegaran cuatro iluminados a obrar el milagro del vino en Tarragona? Pues eso.

Son vinos con mucha extracción: mucho color, taninos contundentes (necesitan tiempo en botella para pulirse), aromas minerales y a fruta madura. Y con una estructura muy bien montada, buena acidez que compensa la potencia alcohólica, y redondos. Se les augura un futuro verdaderamente impresionante. Y son vinos de primera cosecha.

Acompañaron a la perfección el cordero a la brasa de la comida, aunque puede ser que estén un poco verdes para la cata pura y dura, como pudimos comprobar en posteriores catas de la peña La Verema. No obstante, llegados a este punto podríamos hablar largo y tendido de si los vinos están hechos para catar o para comer (o de si quien los hace los piensa con uno u otro objetivo) y, desde la certeza de que la segunda faceta es la natural para un vino, decir que se conjuntaron impecablemente con su aliado natural: una buena comida.

Vinos con contundencia tánica nunca suelen alcanzar elevadas puntuaciones en las catas a ciegas de nuestra peña La Verema. Qué le vamos a hacer, así son los resultados de las puntuaciones promediadas de un grupo heterogéneo. En cualquier caso, mi opinión personal es que en un par de años podremos comprobar hasta donde pueden llegar estos vinos. Y seguro que lo harán muy lejos.


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