Blog de Verema.com

Comiendo, bebiendo, matando pintores y aprendiendo catalán en Barcelona

Algunos dudaban si yo era real. Creo que el que más era nuestro querido Víctor Cardona, cuya curiosidad y gentileza lo llevó a llegarse al aeropuerto y recogernos a mí y a Josie a nuestra llegada a Barcelona. Eran mis primeras vacaciones en un año y estaba yo dispuesto a ser real, verídico y tangible a raudales. Josie no estaba muy convencida sobre esa agenda mía, pero eso cambiaría con un par de días.

Como dije, Víctor, tan amable él, nos fue a buscar al aeropuerto y nos depositó en la Plaza de Sant Jaume, el punto más cercano al Hotel Neri, el coquetón y supernuevo lugarcito que nos había recomendado mi gran amigo Marty Lebwohl para quedarnos. “En el medio del Barri Gotic. Es que es impresionante,” me dijo. Lo que no me dijo es que teníamos que cargar con nuestras maletas desde la plaza hasta el hotel, a un par de cuadras. Pintoresco, sí, pero ya uno comienza a aspirar a que ciertos “creature comforts” vengan incluídos en los hoteles que uno visita. Un botones que se encargue de las maletas, desde donde sea, lo eché muy en falta.

Pues el Neri es un palacete que ha sido rediseñado en plan hipermoderno como un “boutique hotel,” íntimo y con un énfasis en la sensualidad. Nuestra habitación, si bien diminuta, jugaba con un montón de texturas y efectos de luz y su interesantemente ecléctico decorado compensaba por una cierta falta de ese espacio al que tan acostumbrado me tienen los hoteles en Gringolandia.

Basta del hotel. Estaba interesante, sí. Y nuestra misión en Barcelona tenía que ver con diseño en cierta medida. Pero lo más importante eran las comelatas que se anticipaban en esta nueva sub-Meca (siendo la Meca el patio de Ferrán Adrià, creo...) de la creatividad gastronómica.

Claro, yo, haciéndome el folklórico, quise almorzar en La Boquería justo al llegar, antes de tomarnos la siestecilla anti-jet lag. Muchos vegetales bonitos y una de setas... La verdad es que con mirar solamente me hubiese sentido satisfecho. Unas croquetillas y unas gambas y nos fuimos a dar una vuelta por la Rambla, solamente para descubrir que me es tan estresante ese tramo peatonal en el 2003 como en 1991, la última vez que le puse los pies encima.

Siesta y en la noche, para no dejarnos vencer por los descalabros horarios, nos fuimos a cenar a Comerç 24, un restaurante que ya me venía megarrecomendado por montones de amigos que se habían quedado alucinados con sus degustaciones de “nouvelles tapas.”

Yo, por mi parte, comencé muy bien. El diseño del local es fascinante, con lámparas hechas de lo que parece ser o tapas de calderos, o platillos de batería y toda una colección de íconos del diseño moderno por sillas.

Pedimos, como era de esperarse, la degustación, junto con una botella de Paisajes V, Rioja 1999. Es un vino del que un amigo me llevó una botella de regalo a Manhattan. Aquella botella salió corchada y no pudimos en verdad formarnos ninguna opinión del vino. Pues, aquí va: Me cuentan que es hecho para Quim Vila. Es un vinito internacionalista sin ningún defecto muy obvio y, por desgracia, tampoco sin virtudes obvias que recomienden repetir. Bastante intensidad de fruta roja anónima y equilibrio decente, sin excesos de madera o alcohol que perturbaran la comida. Lo serviría en ocasiones donde no quiero que nadie se acuerde especialmente del vino. Como “paisaje,” es uno de esos que te regalan y no piensas en colgarlo en el medio de la sala.

El menú, muy novedoso... Las sardinas en salsa de frutas rojas, un gusto inesperado y muy interesante. Los rovellones marinados, muy correctitos y casi “tradicionales,” en la medida en que tal cosa es posible. Igual los berberechos. Los anacardos “con oro,” una variedad de “bar food” que no me hubiera esperado llegara a la mesa, pero lo hizo con bastante éxito como plato transicional. El salmón con su hueva y aceite de vainilla, otra combinación muy curiosa de aromas y sabores que pienso ensayar en mi propia cocina algún día. Unos calamarcitos en salsa miso nos pareció tanto a Josie como a mí que necesitaban más estudio y perfeccionamiento en cocina. La pasta de miso es la esencia misma de la soya y tiende a ser muy fuerte, cargándose casi todos los demás sabores de la comida si no se usa con mesura. Aquí se pasaron. El fricandó de ternera estaba muy sabroso. De hecho, me hubiese apetecido otra porción. Pero el punto en Comerç 24 es la promiscuidad y el atrevimiento gustatorio. En total, las tapas fueron 18 y, salvo el leve fallín de los calamares, salimos satisfechos y con ganas de volver.

Al otro día, tras un sueñazo restaurador, nos lanzamos a las andanzas por el Barri Gotic. Almorzamos en un garito de lo más simpático llamado Merce Vins, en el Carrer de Amargós, donde toda una panzada de callos y salmón, con el tintorro de la casa incluído, nos costó un total tremebundo de 17 euros. Por como media hora nos sentimos que el dólar en que ganamos era de nuevo una divisa respetable. Claro, eso duró hasta que le metimos mano en serio al shopping.

Esa segunda noche, quedamos con Víctor Cardona de reunirnos en su casa, para ir juntos a lo que sería mi primer jeebus verémico barcelonés. El lugar era El Punt Gastronomic, en Sant Feliu, y allí nos esperaba toda una colección de personajes de similar sustancia que la mía, o sea, de carne, hueso y relajo.

Creo que algunos tenían pensado que el Camblor que les llegaría se parecería a un cruce entre Cela y Antonio Gala. Pero lo que les cayó fue un semiágil cubanitotreintón, tuerto, pasadito de kilos, repleto de historias de una vida más ancha que larga, y con menos pelo que ayer. Sorry por desengañar a algunos, que se esperaban a un erudito finolis. A veces la condenada Matrix pare bichos raros... Uno fuí yo. Y pude constatar la existencia de entidades hasta entonces cibernáuticas como La Bibi, Andreu, Fede Vidal, etc.

Abrimos con un par de cavas de Colet, el Colet Brut Tradicional, un vino ligero y muy fresco, en el que me pareció detectar algo de dosage, aunque Sergi Colet, su creador que nos acompañaba en esa velada, me dijera que de eso nada. Se me escapó el nombre del otro cava de Colet, más corpulento y con un 60% de chardonnay. Otro vino puro y preciso.

Ya sentados a la gigantesca mesa cuadrada en el salón privado del Punt Gastronomic, comenzaron a caernos encima blancos. Un Colet, Gewurztraminer “Origen: 1/5,” Penedès 2000 estaba muy varietalmente característico y floral. Un vinito delicado y refrescante, sin mucha pretensión y con un paso de boca muy agradable. Sergi nos explicó el porqué del “1/5” en el nombre del vino. Resulta que tiene que ver con la porción de la producción que debían rendir los agricultores al terrateniente en otros tiempos.

El siguiente vino era uno de los que quería probar ya desde hacía mucho: El Celler Laureano Serres, Blanc, Terra Alta 2002. Laureano Serres es un habitué catalán de Verema que me ha contado bastante de su trabajo en el viñedo y la bodega. Este vino, en que predomina la garnacha blanca, podría darle un par de lecciones a muchos Prioratos blancos. Aunque con glicerol notable, se las arregla para mantener pureza y frescura, con notas de pera, cáscara de limón y hierbas. Buena persistencia. Se deja beber, especialmente con los primeros dos platillos que nos ofreció Jordi, el brillante chef del Punt Gastronomic, espuma de apio con trufas uno y un canellone de foie gras con parmesano y balsámico el otro.

Un magnum de Belondrade y Lurton, Rueda 2001 es el primer momento de unión de opiniones casi al 100% en la mesa. Un asco de roble nuevo, donde una frutilla débil grita, sufriendo bajo el peso de una tonelada de vainilla. Llamar a esto “vino” me resulta casi imposible. Un líquido doloroso.

Esa tarde, caminando con Josie, me encontré casualmente frente a Vila Viniteca. Entré y me dejé llevar por el feliz caos del local. Una de las cosas que encontré y traje para compartir con el grupo en el Punt fue un Selbach-Oster, Riesling Spätlese Halbtrocken “Bernkasteller Schlossberg, Mosel-Saar-Ruwer 1995. Aunque afectado por la característica escasez de acidez de la añada, está muy bien ahora mismo. No es un riesling de guarda, por lo que creo que lo abrimos en buen momento. Flores, pino, melocotón y mucha piedra, como es de esperar en los vinos de los Selbach. Una excelente compra por el precio, que fue como 20 euros. Con una sopa de cebolla y espuma de queso parmesano, que no veas...

En esos momentos, me dí cuenta de que tenía en frente una curiosa anforita de vidrio con un líquido de un verde brillante dentro. La Bibi me explicó que se trataba de un aceite de arbequina recién prensado. Puedo decir sin temor a errar, que fue una de las cosas más deliciosas y puras que he probado en muchos años, la esencia del aceite de oliva, con toda su expresividad frutal intacta. Creo que si tuviese tiempo, le dedicaría a estudiar sobre aceite lo mismo que le dedico al vino...

Comenzaron los tintos con el La Rioja Alta, “Centenario 1890-1990,” Rioja 1973 que nos trajera Andreu. Un vino muy elegante, como lo son tantos de los clásicos de Rioja en el 73. Cuero, notas térreas y florales y mucha frutosidad, matizada por notas cárnicas. Posgusto largo y complejo, que se va desvaneciendo muy lentamente. Le queda bastante vida por delante. Este “Centenario” lo seguimos con otro de los descubrimientos de mi tardecita donde Quim Vila, el La Rioja Alta, “Gran Reserva 890,” Rioja 1985. Yo estaba muy contento, pues en realidad este vino es un verdadero chollo en la Viniteca, considerando los US$100 a 125 que piden ciertos desvergonzados por botella en Manhattan.

Hace unos años, cuando probé este “890” del 85 por primera vez, era todo cedro y cuero, con la fruta muy calladita. Ahora ha pasado a una etapa medio en plan “drag queen,” con mucha vivacidad frutal (y hasta cierta estridencia inesperada) de primera intención y la estructura y el carácter sin hablar mucho, pero ahí. Un vino de potencia y elegancia, que necesita mucho tiempo en botella.

Víctor Cardona me tenía ofrecida desde tiempo atrás una botellita muy especial de su colección, el Jean León, Cabernet Sauvignon, Penedès 1983. Confieso que los cabernets de Jean León siempre me dejaron confuso. Se notaba siempre buena fruta, pero eran vinos lacerantemente tánicos (aún tengo fresquecita en la memoria la quemada bucal que me causó catar el 70, un vino que no se abría ni de casualidad, aún tras un día entero en un decantador). Por desgracia, la botella de Víctor nos salió dañada por calor. Una pena.

Mientras se sucedían las botellas, Jordi nos seguía mandando platos divinos a la mesa. Las vieiras con morcilla y aceite de vainilla estaban c-o-j-o-n-u-d-a-s. Igual su rape con cebolla tierna y albahaca y su filete de cerdo con espárragos y jabugo.

A todas estas, en la mesa se nos infiltró un Priorato que era, según algunos de los comensales, “lo que iba a acabar con todas mis despotricadas contra esa región y a cambiar mi opinión definitivamente.” O algo así. En fin, que era el Doix, Vinyes Velles, Poboleda, Priorat, 2000, un megavinazo con todo el alcohol y la infinita carnosidad mermeladeante que uno espera de Priorat, pero con un sorprendente equilibrio a la vez. Si bien no es un vino para comer con él, me parece que se las han apañado los de esta bodega para hacer de algo tan hipertrófico lo más potable posible. Buen largo y taninos bastante finos en este menhir enológico. El fallo viene al final, cuando el alcohol patea. Pero, ¿qué le vamos a hacer? En fin, es en ese momento, quizás sintiendo ya los efectos del alcohol, cuando doy voz por primera vez a una hipótesis atrevida sobre Priorat: Teniendo tanta facilidad para los azúcares naturales y, por consiguiente, los alcoholes monumentales, ¿por qué no intentar un vino reforzado en plan Oporto, en vez de vinos de mesa que lo que hacen es tumbarte la mesa? Una ideilla, nada más...

El viaje a donde Vila también rindió una botella del Marquis d’Angerville, Volnay “Champans” 1995, que se nos quedó olvidada sobre una mesa lateral, pero que nos aventuramos a catar tras el inmenso Doix. Bien sabido es de todos que los Volnays del recién fallecido Marqués de Angerville son vinos de mucha guarda. Pero quise atreverme con este 95, pues la supermadurez alcanzada por la pinot noir en ciertas partes de Volnay en el 95 casi que garantizaba un vino más accesible en juventud. No me defraudó. Claro, necesita mucha más botella y está bastante cerradote, pero muestra suficiente como para seducir. Buena fruta roja, con un componente licoroso inesperado y mucha profundidad mineral. Un vino largo y elegante, que evita la cuasivulgaridad en que incurren muchos otros borgoñas de la misma añada.

De los exquisitos postres de Jordi, Josie está mejor capacitada para hablar que yo, que sólo probé esquinitas pequeñísimas. Un bavarois con rosas estaba regio, pero en un trocito mínimo me quedé.

Fue una noche de muchas risas y de vinos muy buenos. Hasta conté aquella de la novia del Opus que tuve yo en Valladolid allá por el 90. También, tras haber leído un obituario mal puesto en una publicación norteamericana, introduje a la mesa al fallecimiento del pintor Antoni Tapiès. Claro, el error no era mío, yo sólo me había creído una morlacada que leí. Y resulta que Tapiès anda por ahí, vivito y coleando y con el pelo sospechosamente oscuro... Es que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida...

Pero en fin, para un primer jeebus así denominado, no estuvo nada mal, chicos y chicas, ¿no?

Al otro día nos levantamos sin resaca y listos para la batalla. Habíamos quedado con La Bibi en tomarnos un aperitivo frente a Santa María del Mar. Claro, como nos despertamos tarde, tal aperitivo, con la botella de albariño que lo acompañó, fue nuestro desayuno. Vamos, que de la cafeina al alcohol para alguien como yo hay un paso.

Al dejar a Bibi, nos fuimos a almorzar a un sitiecillo que habíamos descubierto la tarde anterior, muy coqueto y nuevecito, al lado de la Plaza del Pi. Se trata del Taller de Tapas, que hace precisamente lo que su nombre dice, tapas a toda hora, pero en un ambiente de diseño muy pulido y chic. Ya que veníamos “entonaditos” de nuestro aperitivo, decidimos seguir con una botella de Gotim Bru, Blanc, Costers del Segre 2001, mientras nos poníamos moraos de chipirones, tortilla, patatas bravas y otros clasiquillos del tapeo. Agradable sitio, nada caro y con muy buen ambiente, éste. El vinito, pues, muy limpio y honesto. Con su peso mediterráneo, pero sin perder la frescura. Lo que más me gustó es que la botella me costó como 8 euros. La verdad es que en América se desmadran con los precios de los vinos en los restaurantes. Estoy seguro que en Manhattan ningún restaurador o sumiller se hubiera cortado en lo absoluto al pedir ese mismo precio por una copa del mismo vinito.

Claro, esa tarde comencé yo a descubrir los estragos que puede causarme una nueva alergia que he desarrollado yo a mis añitos. Al principio pensé que la alcoholemia comenzaba a pegar, pero... Resulta que me he vuelto alérgico al huevo y reacciono a él de forma bastante violenta, particularmente si está sin cocinar completamente. Tremendo descubrimiento para uno de mis tours gastronomiques, ¿no?

(Continuará)


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